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Aun cuando todo el tiempo estaba ¡brum! ¡brum! irguiendo su elevada estatura, adiviné su emoción por el temblor de su brazo sobre el mío, y especialmente, por la insólita palidez de su nariz, un narigón de sabihondo, rojo por el estudio y por la cerveza de Munich.

Estaba fatigada. Las huellas del cansancio rodeaban sus ojos prestándoles ese brillo extraordinario que causa el insomnio después de las fiestas nocturnas. El señor De Nièvres y el señor D'Orsel seguían jugando. Ella estaba sola con Julia y yo delante de ella apoyado en el brazo de Oliverio.

Sus enemigos poseían el don de penetrar en su cuerpo; ocurría a menudo que su pierna o su brazo no le obedecían, paralizados por ellos.

La niña, sin decir nada, volvió a tomar mi brazo. Caminamos un buen pedazo en silencio. Yo iba pensando ansiosamente en lo que iba a decir o en lo que iba a hacer, sobre todo en lo que iba a hacer. Al fin, Teresa lo rompió, preguntándome resueltamente: ¿No me dijo V. por carta que me quería? ¡Pues ya lo creo que la quiero a V.!

Todos sabían a qué atenerse respecto a sus relaciones. Ordinariamente, Clementina salía del brazo de su amante. Charlaban largo rato en el foyer, a presencia de todos, esperando el coche. Entraba al fin en éste. Antes de partir todavía cambiaban en tono confidencial buena copia de frases entreveradas, de alegres carcajadas.

Era la historia de José María, «el rey de Sierra Morena». Las enfermizas imaginaciones de estos torpes engendros exaltábanse al leer, en el silencio del encierro, las hazañas del caballeresco bandido, al contemplar en las láminas las arrogantes figuras de los paladines de carretera, con sus grandes patillas, el trabuco debajo del brazo y el cinto repleto de onzas.

Los brazos varoniles escogían con galante zarpazo entre las atlotas agrupadas. «¡!...» Y a este monosílabo seguían el tirón de conquista, los empellones, que equivalían a un título momentáneo de propiedad, todos los extremos de una predilección rudamente ancestral, de una galantería heredada de remotos abuelos en la época obscura en que el palo, la pedrada y la lucha a brazo partido eran la primera declaración de amor.

Después, en Nièvres y en París había renovado la misma insinuación sin que Julia ni yo mostráramos la menor idea de darle acogida. Un día, delante de su padre que sonreía dulcemente observando aquellas ingeniosas niñerías tomó el brazo de su hermana, lo enlazó al mío y luego nos contempló con expresión de verdadera alegría.

Apenas hay muchacha que se deje acompañar de uno de su igual. El mozo ha de traer por lo menos corbata y hongo, y ha de fumar con boquilla... aunque no tenga plato en que comer. Ninguna se oculta ya para ir al obscurecer acompañada de algún señorito, y a la vuelta de las romerías da grima verlas venir colgadas del brazo de ellos cantando al alta la lleva... ¡Pobrecillas!

Joven dijo el señor Tomás, apretando sus delgados labios. ¿Cómo se llama usted? ¡Tomás! La férrea mano del anciano resbaló desde la garganta al brazo de su prisionero, aunque sin disminuir la presión con que le tenía asido. Carlos Tomás, ven conmigo dijo luego. Y llevose a su cautivo al hotel en que se hospedaba.