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Entonces pudo hablar a su sabor la Tribuna, despacharse a su gusto. ¡Ay de Dios! ¿Qué les importaba a los señorones de Madrid... a los pícaros de los ministros, de los empleados, que ellas falleciesen de hambre? ¡Los sueldos de ellos estarían bien pagados, de fijo!

La prueba de su riqueza era el espléndido regalo que enviara últimamente a su novia... La bombonera que mencionó don Mariano Vázquez se había convertido, para aquellas imaginaciones meridionales, en un cofre artístico lleno de piedras preciosas; perlas, diamantes, rubíes, zafiros... ¿Quién podía hacer semejantes obsequios en el Tandil?... ¡Esas mujeres! ¡Bien las conocería Mefistófeles cuando aconsejó a Fausto que regalara aquellas magníficas joyas a la pequeña y modesta Margarita!

Y en la memoria de Vázquez fueron precisándose una serie de pequeños detalles, que bien pudieran considerarse síntomas de la simpatía de Coca... El agrado con que siempre le recibiera, el rubor que solía enrojecerle las mejillas cuando le hablaba, las cariñosas miradas que más de una vez sorprendió en sus ojos claros y límpidos... ¡El obstáculo era ese maldito capitán Pérez!

Y bien, Magdalena, ¿en qué está usted? me dijo por fin, cuando recobró el aliento. Me detiene la dificultad de distinguir las solteronas voluntarias de las involuntarias... ¿Cómo es eso? En las jóvenes reconozco muy bien las diferentes categorías.

Pues bien, entonces, me gustaría que no os salierais del tono cuando se os lo apunta. Si sois de los que practican, me gustaría veros practicar eso dijo un hombre gordo y jovial, excelente carretonero de oficio toda la semana, pero director del coro de la iglesia los domingos.

Maldita sea la hora en que nacisteis. Todas las horas en que passáredes la vida sean tristes, y tintas de aquella tinta sangre del Becerro, que adoraron vuestros padres. Mal pesar veais de vosotros, y mera tristeza, y mancilla con todos los de vuestra casta y generacion. Todas las cosas del mundo sean contrarias á vuestro bien vivir.

-No digo nada, ni murmuro de nada -respondió Sancho-; sólo estaba diciendo entre que quisiera haber oído lo que vuesa merced aquí ha dicho antes que me casara, que quizá dijera yo agora: "El buey suelto bien se lame". ¿Tan mala es tu Teresa, Sancho? -dijo don Quijote. -No es muy mala -respondió Sancho-, pero no es muy buena; a lo menos, no es tan buena como yo quisiera.

Llegaron hasta él, como lejanas melodías voluptuosas y medio olvidadas, las ráfagas de una carne bien oliente, despertando su memoria sexual. El contacto de las ocultas redondeces, tibias y firmes, que se apretaban contra su pecho sin perder la turgente dureza, evocó en la imaginación de Ferragut una serie vertiginosa de escenas de amor.

Sus ojos se llenan de lágrimas. Confusa, vuelve la cabeza. Después se levanta vivamente y pregunta: ¿No tienes ganas? No. Luego continúa. Ven conmigo al jardín. Conozco una espesura donde se está muy bien para hablar. Allá, en el extremo de la alameda. Es también mi lugar favorito.

Todos le tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche; no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe.