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¡Pero qué divina, Ana, pero qué divina! le decía a la Regenta cara a cara, y con voz gangosa, la hija mayor del Barón, Rudesinda, que según don Saturnino Bermúdez, era una belleza ojival. En efecto, parecía una torrecilla gótica, aunque, por ciertas curvas del busto, sobre todo del cuello, a la Marquesa se le antojaba «un caballo de ajedrez».

Para que los dos seamos uno solo, me falta muy poco; sólo me falta verte y recrearme en tu belleza, con ese placer de la vista que no puedo comprender aún, pero que concibo de una manera vaga. Tengo la curiosidad del espíritu, pero la de los ojos me falta. Supóngola como una nueva manera del amor que te tengo. Yo estoy lleno de tu belleza; pero hay algo en ella que no me pertenece todavía.

Y llamando a Preciosa, se desviaron de las otras obra de veinte pasos, y así en pie, como estaban, el mancebo les dijo: Yo vengo de manera rendido a la discreción y belleza de Preciosa, que después de haberme hecho mucha fuerza para excusar llegar a este punto, al cabo he quedado más rendido y más imposibilitado de excusallo.

Pero Marianela había mezclado con su admiración el culto, y siguiendo una ley, propia también del estado primitivo, había personificado todas las bellezas que adoraba en una sola, ideal y con forma humana. Esta belleza era la Virgen María, adquisición hecha por ella en los dominios del Evangelio, que tan imperfectamente poseía.

Indudablemente, ninguno más seguro entre los resultados de la estética que el que nos enseña a distinguir en la esfera de lo relativo, lo bueno y lo verdadero de lo hermoso, y a aceptar la posibilidad de una belleza del mal y del error.

Después del ocaso, la pirámide aparece con una belleza espléndida y purísima á un tiempo.

Ya no soy tan hermosa como en nuestros tiempos de felicidad... cuando yo aún no era loca. Dime, ¡por Dios! dime qué te parezco. Su marido la miraba con asombro. Hermosa, siempre hermosa, aquella belleza infantil e ingenua que tan temible la hacía.

Tenía entonces catorce años y era ya un portento de hermosura, mezcla dichosa del tipo inglés correcto y delicado y de la belleza severa de la mujer valenciana. Su tez guardaba los reflejos suaves, nacarados de la raza sajona. En su mirada azul y sombría había la misma profundidad y misterio que en los ojos negros de las valencianas.

Ella se incomodaba mucho y solía venir á casa llorando cuando al salir de la escuela los chicos la seguían apodándola de este modo. En efecto, era difícil imaginarse nada más lindo y más aéreo que Carmen á los doce años. Con la edad, y al hacerse mujer, los contornos celestes y angélicos se habían borrado un tanto, pero nada había perdido por eso su belleza.

Ven á mis manos, armoniosa lira: Quiero cantar la gracia y la belleza, Que el entusiasmo que arde en mi cabeza Manda que cante á la beldad que inspira. No encuentro nombre que darle Y mi ardiente fantasía No tiene la poesía Que esa imágen tiene en . Cantaré sus perfecciones Mucho mas bellas al verlas, Mas si quereis comprenderlas A contemplarlas venid.