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Casi todas las noches doña Beatriz y el Condesito tenían un dúo larguísimo, inaudito para todos, salvo para ellos. Delante de don Braulio tenía lugar el dúo misterioso lo mismo que cuando don Braulio estaba ausente. Ni ellos se recataban, ni don Braulio se inquietaba.

De pronto su mano convulsa rozó las cuentas del rosario de Fray Antonio que colgaba de la faltriquera, e inspirado por el Infierno, tomolo sin vacilar, rompiolo con los dientes junto al crucifijo, dejó caer algunas cuentas, y envolviéndolo al cuello de Beatriz, tiró con ambas manos, tiró en uno y otro sentido, hasta apretar, por fin, sobre aquella delicada garganta, un nudo terrible.

Beatriz sentía cual cosa evidente que el temeroso suceso estaba a punto de realizarse: todo lo presagiaba: la baronesa, como ella misma decía a su lectriz, jugaba esta vez su última carta, y el joven marqués se prestaba al juego con toda buena voluntad, que el final resultado no podía ser dudoso.

Sin duda que no. ¿Había, pues, de desistir ella de ir a parte alguna; había de seguir encerrada entre cuatro paredes en la flor de su juventud, y condenar a Inesita al mismo suplicio porque no hallaba una sociedad perfecta, por todos estilos, donde poder presentarse? En varias discusiones que tuvo Beatriz con su marido acerca de este negocio, siempre le hizo callar y salió victoriosa.

Nada de fijo se contestaba Elisa a tales preguntas; pero vagamente se fingía ya a doña Beatriz tan bella, tan discreta y tan elegante como lo era en realidad, y suponía asimismo en doña Beatriz un arte no aprendido, una sabiduría infusa tal y tan extraordinaria, que todas las flirtations que ella solía emplear eran burdas, pueriles o necias, en comparación de las de aquella obscura y venturosa provinciana.

¡Ven acá, alma mía! le dijo . Mira, la señorita Beatriz está allí sentada debajo de aquel árbol, junto a la capilla... Anda y entrégale esta carta de mi parte... ¡Anda, hija mía! Un momento más tarde Fabrice seguía angustiosamente con la vista la marcha de la niña a través del patio. Al fin desapareció bajo la sombra espesa de los castaños.

Don Alonso la había comprado a un capitán de galeras; y, cuando el hidalgo regresaba de la Corte, era ella quien le llevaba al lecho, todas las noches, el cocimiento aromatizado para dormir. Beatriz pidió su libro de devoción, para meditar, a su modo, el Misterio del día, mientras la aderezaban la lacia cabellera, cuya negrura imitaba a trechos la morada vislumbre del palisandro.

Por desgracia, no valió esto sino para que Rosita dejase de hablar al Conde de sus relaciones con doña Beatriz, y hasta para que afirmase con frecuencia en alta voz que no había tales relaciones; pero, en voz baja y al oído, Rosita solía hacer estupendos elogios de la caballerosidad de su amigo, que ni siquiera a ella le confiaba su triunfo.

Aquesta sobre todas se señala En costoso aderezo de vestido, De Aliaga, Beatriz, lleva la gala En discrecion, aviso y buen sentido: Tambien la que no tiene cosa mala, Ni menos bueno que ella, su marido, lustre, con su lustre en toda Lima, Doña Maria Cepeda, de alta estima.

La risa y el buen humor con que doña Beatriz decía todo esto desconcertaron un poco a Inesita. No sabía si echarlo también a broma o replicar seriamente. Resolvióse al fin por lo segundo, y dijo: Hermana, sean naturales o sobrenaturales las circunstancias, persisto en creer más seguro que cualquier artificio y estudio esto que yo llamo mi impulso natural.