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Don Basilio solía llevar en la boca un palillo de dientes, y tomándolo entre los dedos lo mostraba, accionando con él, como si formara parte del argumento. «Lo que yo afirmó con acento patético, ofreciendo el palillo a la admiración de sus amigos , lo que yo es que esto está muy malo. Digo con Lorenzana: Meditemos».

De aquí que todos la quisieran y la respetaran; de aquí, sin duda, que nadie, o muy pocos, gustaran de penetrar en los misterios de aquel cambio de carácter, para ninguno inadvertido, que más que tal era resultado de una resolución hija de una voluntad inquebrantable y firme. Se dijo, así me lo contó una vez don Basilio, que todo provenía de un desengaño amoroso.

Pero, y eso ¿qué prueba? arguyó al fin D. Basilio, viendo una salida favorable de la confusión en que su contrincante le metía ; ¿qué tiene que ver...? Lógica, señores, lógica. Nada, hombre, que no viene acá el niño ese... que no viene... Yo pongo mi cabeza. Pero... No hay pero... Que no viene, y no le usted vueltas, Sr. de la Caña. Deme usted razones.

En un artículo «transitorio» se decía que «la Junta pedía y reclamaba de los villaverdinos que decorasen por el día e iluminasen por la noche el frente de las casas». Pero a pesar de los esfuerzos del H. Ayuntamiento y de la R. Junta Patriótica, presidida por el eterno don Basilio, nadie correspondió a tan cortés invitación.

Se creería, por su modo de mirar la escena, que se habían dado garantías de que Emma no pariría hasta después de casarse ella. Por fin se presentó Nepomuceno, acompañado del médico antiguo, del partero insigne; porque, con perdón de D. Basilio, Emma le tenía guardada aquella felonía; hasta el día del trance, Aguado; pero en el momento crítico, si la cosa no venía muy torcida, el otro.

Así que vuelvo a decir que a Camacho me atengo, de cuyas ollas son abundantes espumas gansos y gallinas, liebres y conejos; y de las de Basilio serán, si viene a mano, y aunque no venga sino al pie, aguachirle. ¿Has acabado tu arenga, Sancho? -dijo don Quijote.

Anda, anda; , corre y tráeme a D. Basilio. Bonis no discutió. Peor era meneallo; podían salir los polvos de arroz por cualquier lado. Se volvió a su cuarto; se lavó y vistió de prisa y se echó a la calle, ya un poco más valiente, gracias al chorro de agua fría con que se había regado el cogote.

Simoun la sacó con mucho cuidado, y retirando el mechero, descubrió el interior del depósito: el casco era de acero, grueso como dos centímetros y podía contener algo más de un litro. Basilio le interrogaba con la mirada: nada comprendía. Sin entrar en explicaciones, Simoun sacó cuidadosamente de un armario un frasco y enseñó al joven la fórmula escrita encima.

Allí había un misterio y el estudiante, con su sangre fría característica, se prometió aclararlo, y aguardó una ocasion. Simoun cavaba y cavaba en tanto, pero Basilio veía que el antiguo vigor se había amenguado: Simoun jadeaba, respiraba con dificultad y tenía que descansar á cada momento.

Daba un sonsonete de autoridad a sus palabras, medíalas mucho, tomaba el café con más pausa que de costumbre, y a cada momento echaba una frasecilla de protección. «Pero amigo Montes, no hay que apurarse... ya veremos, ya veremos si se te puede meter en algún hueco... D. Basilio me tiene que dar unos datos que necesito sobre la recaudación de la provincia de X... Oiga usted, Relimpio, no se prisa a presentar la memoria, porque esta situación dura.