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Mayo ¿qué quieres? dije de nuevo. Y él entonces, sonó todas sus risas, sus besos y sus bronces, para rugirme como pudiera un tigre: ¡Amar...! Que descansen en paz los que cayeron porque el volcán les hizo lo que fueron: barro, barro no más, ¡Que descansen en paz!

Como observaba el Alud de la Sierra con cierto orgullo local, «un área» tan grande como el Estado de Massachusetts, está a estas fechas bajo el agua. Y en la sierra el tiempo no se presenta mejor. El barro era denso en el camino de la montaña.

Algunas veces, cuando su madre enviaba por vino o por sidra a la taberna de Arcale a su hijo Martín, le solía decir: Y si le encuentras, al viejo Tellagorri, no le hables, y si te dice algo, respóndele a todo que no. Tellagorri, tío-abuelo de Martín, hermano de la madre de su padre, era un hombre flaco, de nariz enorme y ganchuda, pelo gris, ojos grises, y la pipa de barro siempre en la boca.

Y la gente se detenía por la parte de afuera del cristal, para ver la graciosa escultura de barro amarillo representando un vendedor de periódicos y cerillas.

Al poco rato se inició el desfile por una carretera inmediata al castillo, que conducía al puente sobre el Marne. Eran camiones cerrados ó abiertos que aún conservaban sus antiguos rótulos comerciales bajo la capa de polvo endurecido y las salpicaduras de barro. Muchos de ellos ostentaban títulos de empresas de París; otros el nombre social de establecimientos de provincias.

En esto venía hacia nosotros de la parte alta del lugar, cuyas casas, como las de todos los lugares montañeses, no guardan orden ni concierto entre , una moza de buena estampa, con un calderón de cobre muy bruñido sobre la cabeza, y un cántaro de barro en cada mano.

La más triste cosa del mundo era para la madre aquel pavo con patas de alambre clavadas en tablilla de barro, y que en sus frecuentes cambios de postura había perdido el pico y el moco. Pero si era aflictiva la situación de espíritu de la madre, éralo mucho más la del padre. Aquélla estaba traspasada de dolor; en éste, el dolor se agravaba con un remordimiento agudísimo.

Le complacía poco salir en procesión, bajo un paraguas, con la sotana remangada, perdiendo a cada paso los zapatos en el barro. Además, cualquier día, después de sacar en rogativa a San Bernardo, el río se llevaba media ciudad, ¿y en qué postura, como decía él quedaba la religión por culpa de aquella turba de vociferadores?

Este es de los nuestros. Venid los dos. El tal hombre era un aldeano alto, flaco, vestido con un uniforme destrozado y una pipa de barro en la boca. Parecía el jefe y le llamaban Luschía. Martín y Bautista siguieron a los mozos armados, pasaron de Alzate a Vera y se detuvieron en una casa, en cuya puerta había un centinela. ¡Bajadlos! ¡Bajadlos! dijo Luschía a su gente.

, Hipólito... mi amigo Lorenzo... Para servirlo. ...y mi amigo Ricardo. Para servirlo. Y Baldomero, ¿no ha venido? , D. Melchor... ahí andaba con el jefe... ¿quiere que lo hable? No... vamos para allá, muchachos y volviéndose hacia Hipólito: ¿Qué tal están los caminos? Hay algún barro... con la lluvia: ¡qué ha llovido!... El maíz estará lindo, entonces. Así es... lindo está.