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Ó eran los amigos de su juventud, ya muertos, y su padre, de blanca barba, frunciendo piadosamente el entrecejo, y su madre, que le volvía el rostro al pasar por su lado. ¡Espíritu de una madre! Creo que habría arrojado una mirada de compasión á su hijo.

«¡Oh santo Allah! las ansias exclamaron del postrado Jucef: ¡Oh Dios sombrío! y en sus ojos las lágrimas brotaron, y por su blanca barba resbalaron cual trasparentes gotas de rocío. ¿Por qué su maldicion? Pasan los años, pero no pasan nunca las memorias, que en la conciencia ennegrecida encienden siniestra luz entre la oscura sombra.

¡Calla, calla, viejote, zapalastrón! ¡Bueno estás ya para reveses! ¡Si no puedes con los calzones! ¡Si estás descuajaringado! Eso no lo dices con el corazón; por eso se te estima. ¡Como si me cogieras en la plaza del mercado! Na. Ya no tienes más que quijadas y palique. Y manos para apalpar la gracia de Dios repuso el bárbaro tomando con su manaza velluda la barba de la costurera.

Y una noche, de repente, Aquiles oyó ruido en su tienda, y vio que era Príamo, el padre de Héctor, que había venido sin que lo vieran, con el dios Mercurio, Príamo, el de la cabeza blanca y la barba blanca, Príamo, que se le arrodilló a los pies, y le besó las manos muchas veces, y le pedía llorando el cadáver de Héctor.

4 Entonces Hanán tomó los siervos de David, y los rapó, y les cortó los vestidos por medio, hasta las partes vergonzosas, y los despachó. Y les dijo el rey: Estaos en Jericó hasta que os crezca la barba, y entonces volveréis.

Pero de pronto reaparecían sus preocupaciones, apagábase el brillo de sus ojos, y volvía a sumir la barba en las manos, chupando tenazmente el cigarro, con la mirada perdida en la nube de tabaco.

Le impresionaba el aspecto exótico de Tchernoff: su barba revuelta, sus melenas aceitosas, sus gafas sobre una nariz amplia que parecía deformada por un puñetazo.

En esto, las doncellicas remataron la conversación con pedir algo de merendar a mis amigos: Mirábase el uno a otro, y a todos tiembla la barba. Yo, que vi ocasión, dije que echaba menos mis pajes, por no tener con quien enviar a casa por unas cajas que tenía. Agradeciéronmelo y yo las supliqué se fuesen a la Casa del Campo al otro día, y que yo las enviaría algo fiambre.

Fernanda no vaciló un instante. Lo vio y lo conoció tan claramente que pudo hasta advertir las señales que el tiempo y los cuidados habían impreso en su semblante. Le pareció más viejo; creyó ver en su luenga barba rubia algunos mechones plateados. Al mismo tiempo en sus ojos, posados un instante sobre ella, adivinó el sufrimiento, el hastío, algo triste, que le impresionó alegremente.

Puesto por obra su pensamiento, llegó a la morada del sabio, que era un pequeño vergel en cierto ángulo retirado de la ciudad, y allí llamando, fué recibido muy cordial y amorosamente por un anciano de faz venerable y de bellida y argentada barba.