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Ballester se había sentado en una silla junto al lecho, y no quitaba los ojos de aquella mujer, que le parecía entonces más hermosa que nunca. «Le daría cuatro besos pensaba ; pero de amistad, de pura amistad, porque me interesa esta infeliz... y digan lo que quieran, no es tan mala como se cree por ahí». Después empezó a dar noticias de la familia y amigos, las cuales oía Fortunata con gran curiosidad. «Doña Lupe, con toda su fiereza, no la olvida a usted.

Trabajillo cuesta el desprenderse de esta sarna moral, heredada, con la cual nace uno y con la cual vive hasta que llega la hora de la liberación». «¿Qué trae usted ahí entre ceja y ceja? ¿Saco la vara? le dijo Ballester con aquella dureza que era, según él, el más eficaz tratamiento . Porque hoy me parece que venimos muy evangelísticos. Cuidadito. Ya sabe usted cómo las gasto». Pégueme usted.

Pero Ballester tomó una vara; se fue derecho a él, y arrebatándole el libro, le amenazó con castigarle. «Ea, dejémonos de sabidurías, que eso es lo que nos trastorna. ¿A ver qué es esto?... ¡Hombre, qué bonito!

Entre usted. Cuando Ballester le propuso que tomara la medicina, replicó la joven: «Lo que quiero es agua. Tengo una sed horrible... la boca seca». Bebió con ansia, y entre tanto, la fundadora llevaba aparte a Ballester y le decía: Oiga usted. Y su marido, ese pobre hombre, ¿qué viene a buscar aquí? ¿Qué hace, qué dice, cómo ha tomado esto?

El excelentísimo señor de Ballester queda encargado de la ejecución del presente decreto. xii Por la tarde llegó doña Lupe muy alarmada buscando a Maximiliano, a quien suponía allí. No pasó de la sala, ni quiso ver a Fortunata, de quien dijo que la compadecía, pero que no podía tener ninguna clase de relaciones con ella. En la sala cuchicheó la ministra con Segismundo contándole lo ocurrido.

Ballester, deshaciéndose en demostraciones de caballerosidad protectora y de fraternal hidalguía, le dijo que los Rubín grandes y chicos, así los de carne y hueso como los que tenían pechos de algodón, no entrarían en aquella alcoba sino pasando sobre su cadáver.

Ballester había conseguido, combinando la persuasión con la severidad, apartarle en absoluto de toda lectura favorable a la concentración del ánimo. Entre Fortunata y doña Lupe no era todo concordia, como se puede haber comprendido, pues la señora de Jáuregui, observadora sagaz, había comprendido que desde principios de Junio su sobrina andaba en malos pasos.

Guillermina pasó a la salita en busca de Ballester, que estaba muy cariacontecido junto a los cristales de la ventana, mirando a la plaza, y le dijo: «Está esa mujer excitadísima, y me temo que se seque... ¿Hay aquí antiespasmódica?». , , la preparé yo con muchísimo esmero; pero traeré más esta noche. ¿Dice usted que está excitadísima? Pero atroz... Cabeza trastornada; dice mil despropósitos.

Confeccionada la medicina en un dos por tres, volvió Ballester a coger la vara, y continuó la filípica de este modo: «Lo mismo que la tontería en que ahora ha dado... que le van a quitar su honor; que entran hombres en la casa... que por todas partes se le tienden asechanzas a su honor... ¡Qué melodramáticos estamos y qué simples semos!

Ninguno, y con razón, porque yo para usted no soy nadie... hágalo por mi amigo Juan Evaristo, a quien quiero ya como si fuera hijo mío, , sépalo usted, y me constituyo en su tutor; hágalo por él, y tutti contenti». Parecía convencida, y Ballester se fue con la impresión de haber triunfado.