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Descuide usted, que le echaré hoy una buena peluca. Lo mejor será que no trabaje más aquí; cualquier día nos mete en un conflicto... Pero siéntese usted...». Al ofrecerle una silla, Ballester parecía poner especial cuidado en dar a conocer sus botas nuevas, resplandecientes; en que Fortunata admirase su levita y su cabellera rizada a fuego, la cual despedía fuerte olor a heliotropo.
¡Ah!, ¡gracias a Dios...! exclamó Guillermina sin intención de doble sentido . Ya pareció la perdida. Veremos lo que trae. Una de dos dijo Ballester suspirando : o trae la cara arañada, o trae sangre o quizás piel humana en las uñas. Es mucha mujer esta... Todos se levantaron menos Maximiliano, que continuó echado apáticamente hasta que vio a su mujer.
Maximiliano se estremeció ligeramente, pero nada más. Seguía oyendo. «¿Y qué más?» dijo. ¿Te parece poco? prosiguió la diabla, que de rabiosa que estaba, tenía espuma de saliva en los labios . Pues Ballester y doña Guillermina lo decían hace poco: «Es un santo; pero no tiene el sentimiento del honor». Conque ya sabes. Déjame en paz. No quiero verte más.
La primera vez que Ballester vio a Izquierdo y a su docto amigo, no les dijo más que algunas palabras dictadas por la buena crianza; pero a la segunda se cruzó entre ellos tal tiroteo de cumplidos, ofrecimientos y franquezas, que no había de tardar la amistad en unirles a los tres con apretado lazo.
La que ponía el amor, ese amor tan sublime y... delirante. Maxi no comprendía, y Ballester, decidido a darle la noticia sin rodeos ni atenuaciones, concluyó así: Sí, su mujer de usted ya no existe. La pobrecita se nos ha muerto hace hoy ocho días. Y al decirlo, se conmovió extraordinariamente, velándosele la voz.
Mientras las dos señoras mayores cotorreaban dentro, Fortunata y Aurora lo hacían en el balcón. Las once y media serían cuando sintieron la voz de Ballester. Este y Maxi las miraban desde la acera de enfrente. «Si bajan ustedes dijo Rubín , las espero aquí». Olimpia gritó Ballester . Venimos de ver la obra que se estrenó anteanoche. ¡Qué mala es! ¿Tiene usted ya noticias de ella?
A eso de la una, Ballester se fue a su botica y los dos Josés a la casa de la Cava. Era domingo y ninguno de los dos tenía ocupaciones. Izquierdo mandó a Encarnación por una grande de cerveza, y sacando de una caja muy sucia el juego de dominó, extendió y mezcló las fichas para empezar una partidita.
La Visitación a mí no me lo había de ocultar. ¡Y luego dice el tonto de Ballester que mi marido está loco! Más razón tiene y más talento que todos los cuerdos juntos... No se ha equivocado ni en tanto así.
A mediados de Noviembre, Fortunata estaba algo desmejorada. Observándola, Ballester se decía: «¡Cuando yo digo que me debía querer a mí en vez de consumir su vida por ese botarate! ¡Qué mujeres estas! Son como los burros, que cuando se empeñan en andar por el borde del precipicio, primero lo matan a palos que tomar otro camino».
«Buenas tragaderas tiene el amigo dijo Ballester; y para sí, contemplando a la diabla, que dormía o fingía dormir : ¡Qué hermosa está!... Le daría yo un par de besos... con la intención más pura del mundo... He aquí una mujer que hoy no vale nada moralmente, y que valdría mucho, si reventara ese maldito Santa Cruz, que la tiene sugestionada... ¡Lástima de corazón echado a los perros...!».
Palabra del Dia
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