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¿Pero ustedes creen que a se me puede ocultar el gusto del arsénico?... dijo enteramente descompuesto, los ojos extraviados . Y no son tontas; ponen poca dosis... un centigramo, para irme matando lentamente... Y apuesto a que ha sido Ballester el que les ha dado el ácido arsenioso... porque también él está contra ... ¿Qué infierno es este, Dios mío?...

Por fortuna, entre las cosas que dejó Ballester en previsión de todos los contratiempos posibles, había un biberón muy majo. Este al principio extrañaba la dureza y frialdad de aquel pezón que en su boquita le metían.

Era Ballester, quien al verla, se quedó algo cortado. «¿Viene usted a esta casa? le dijo la dama . Pues tómelo con paciencia, que el pájaro voló. La señora esa se ha ido a la calle. Dentro están el chico y la criada; pero como se llevó la llave, no podemos entrar. Aguante usted el plantón, como yo, si no tiene prisa, que ya no puede tardar». ¡Pero si le habíamos prohibido que saliera!

Para ella son el cornezuelo de centeno y la antiespasmódica. ¡Ah!, ¡cómo me río yo de estos imbéciles que creen que me engañan!... ¡Engañarme a , que estoy ahora más cuerdo que la misma cordura! ¡Dios mío, qué talento tengo! ¡Qué manera de discurrir!... ¡Estoy asombrado de mismo, y compadezco a mi tía, a Ballester, a todos los que hacen delante de esta comedia!

No sabe usted el miedo que me ha entrado. Ya no voy a tener un minuto de tranquilidad. ¿Pero es eso verdad? No se divierta conmigo, Ballester; mire que estoy temblando de miedo. ¿Miedo a qué? Si está muy razonable, y más tranquilo que nunca. Todas sus ideas son ideas de benevolencia y tolerancia. Habla poco, y a lo mejor se descuelga diciendo cosas muy buenas.

Esto me lo dice mi razón, amigo Ballester, mi razón, que hoy, gracias a Dios, vuelve a iluminarme como un faro espléndido. ¿No lo ve usted?... ¿pero no lo ve?... Porque el que sostenga ahora que estoy loco es el que lo está verdaderamente, y si alguien me lo dice en mi cara, ¡vive Cristo, por la santísima uña de Dios!, que me la ha de pagar». Nadie le contradice a usted.

Maximiliano empezó a desnudarse, deteniéndose a cada momento. «En cuanto muevo un brazo decía con terror , me aumentan de tal modo las palpitaciones que no puedo respirar. Ballester dice que es nervioso, una hiperquinesia del corazón, producida por la dispepsia... gases... Pero yo digo que no, que no, que esto es más grave.

El chico rompió a llorar otra vez, y la madre parecía tan inquieta como él. «Amigo Ballester... ¿sabe usted que me parece que me quedo sin leche?... Mi hijo chupa, chupa y no saca...». No asustarse. Es accidental. Procure usted dormir... A ver: ¿Maxi le ha dicho a usted alguna tontería? Tontería no... verdades... Porque las grandes verdades las dicen los niños y los locos.

Las cuatro mujeres no paraban el pico hasta las doce, y por eso Ballester, aquella noche, al ver que se armaba el nublado de ropa blanca, cogió por un brazo a Maxi y le dijo: «Nosotros nos vamos a ver una piececita en Variedades». Dicho se está que Olimpia, no participando de la presunción ni del entusiasmo mercantil de su mamá, seguía posada en el antepecho del balcón del gabinete, viendo pasar la sombra melancólica del aburrido Aristarco, y arrojándole desde arriba alguna palabrilla, para que endulzara el plantón.

A principios de Setiembre, habiendo llegado a estar tres días sin mentar para nada aquel galimatías del alma, las dos señoras estaban muy alegres confiando en que pasaría pronto el ramalazo. Volvieron los paseos de noche, y por fin le permitieron salir solo, y reanudó sus trabajos en la botica, cuidadosamente vigilado por Ballester. Fortunata tenía además otros motivos de hondísima pena.