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En las plataformas iban los de la Lonja, tratantes en trigo, molineros, gente campechana y amiga del estruendo, que, en mangas de camisa, botonadura de diamantes y gruesa cadena de oro en el chaleco, arrojaban a los balcones con la fuerza de proyectiles los ramilletes húmedos y los cartuchos de confites duros como balas, con más almidón que azúcar.

Elena estaba asomada ya a uno de los balcones presenciando la llegada de la comitiva. ¿Con quién ha venido usted, Núñez? le preguntó desde arriba. ¡No sea usted indiscreta, Elena, no me obligue usted a ruborizarme! Bueno, si usted no me lo dice pronto lo averiguaré replicó ella un poco intrigada. No hay secreto ninguno, Elenita: ha venido conmigo dijo Barragán.

Cuando se entraba en el salón, en aquella noche fresca de la primavera, con todos los balcones abiertos a la noche, con tanta hermosa mujer vestida de telas ligeras de colores suaves, con tanto abanico de plumas, muy de moda entonces, moviéndose pausadamente, y con aquel vago rumor de fiesta que comienza, parecía que se entraba en un enorme cesto de alas.

Estos balcones tenían por dosel enormes guardapolvos; los tejados remataban en descomunales aleros, y, abajo, las amplias y voladas rejas terminaban en humildes cruces.

Y el pobre Montiño tuvo que esperar más de tres horas, esto es, desde las ocho hasta las once, sin atreverse á moverse del rincón de una de las vidrieras de los balcones de la celda donde se había pegado, viendo cómo caía el agua continua sobre la tierra de la huerta. El ver llover da tristeza. El cocinero mayor, que tenía más de un motivo para estar triste, se puso más triste aún.

La luz que ilumina los banquetes viene a herir mis ojos por las rendijas de los balcones; el ruido de los panderos y de la bacanal que estremece los pisos y las vidrieras, se abre paso hasta mis sentidos, y entra en ellos como cuña a mano rompiendo y desbaratando.

Como en la Audiencia, en todos los balcones de la carrera, después de pasar la procesión y haber contemplado y admirado la hermosura y la valentía de la Regenta, se murmuraba ya y se encontraba inconvenientes graves en aquel «rasgo de inaudito atrevimiento». Foja en el Casino, lejos de Mesía y don Víctor, decía pestes del Magistral y la Regenta. «Todo eso es indigno.

No tardó en llegar al pueblecillo y lo atravesó sin hacer ruido. Todo estaba en reposo. En las casas no había luz. Sólo al pasar por delante de una puerta escuchó las voces gangosas de algunas mujeres que rezaban el rosario. Dió la vuelta con precaución al palacio, pero no pudo colocarse delante de los balcones de la condesa, porque había demasiada claridad en aquel sitio.

Como una ola de admiración precedía al fúnebre cortejo; antes de llegar la procesión a una calle, ya se sabía en ella, por las apretadas filas de las aceras, por la muchedumbre asomada a ventanas y balcones que «la Regenta venía guapísima, pálida, como la Virgen a cuyos pies caminaba». No se hablaba de otra cosa, no se pensaba en otra cosa.

Seguía su camino, apoyado en el bastón, mirando, con burlona sonrisa, los colgajos de las tiendas de carne y comestibles: las ramas de sauce de la puerta, los faroles de papel de la muestra y la vistosa exposición del escaparate; en las casas, muy pocas banderas se veían, pero conforme iba acercándose a las calles centrales, los establecimientos públicos y los comercios de lujo resplandecían de luces: en el borde de las cornisas, a lo largo de las columnas, en balcones y ventanas, ya en haces, ya sueltas, encerradas en bombas de cristal azul y blanco.