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Diputado, se oyeron nuevas voces del pueblo, reducidas á que se presentase en los balcones el caballero Síndico: quien, despues de haberse repetido aquellas voces por varias ocasiones, se presentó en efecto, y el pueblo en grita le significó, queria saber lo que se habia contestado á la diputacion del Exmo. Cabildo.

Recorro la maraña de engarabitadas callejas. Las puertas y ventanas de los viejos palacios están cerradas; las maderas se hienden, corconan y alabean; se deshacen en laminillas los herrajes de los balcones; descónchanse los capiteles de las columnas y se aportillan y desnivelan los espaciosos aleros que ensombrecen los muros... Desemboco en una plaza; el sol la baña vívido y confortable; me siento en el roto fuste de una columna.

La arquitectura y la arqueología, la historia y la leyenda, extrañas completamente al alegre caserío gaditano, reaparecían, pues, á mi vista con sus venerandos caracteres. Grandes escudos heráldicos campeaban encima de varias puertas, ó en los espaciosos lienzos de fortísimos muros, ó en el herraje negro y feudal de rejas y balcones.

El ama de gobierno la invitó á asomarse á uno de los balcones y le mostró allá sobre la meseta de la colina el pintoresco pueblecillo y medio oculto entre los árboles el camino que desde Entralgo llevaba á él. Aunque Regalado trató de acompañarla y guiarla, D.ª Beatriz se opuso resueltamente á ello.

Comenzaba el crepúsculo. En el cauce del río, las charcas y riachuelos, reflejando en su fondo el rojo horizonte, brillaban como si fuesen de encendida lava. En la ciudad, los vidrios de los altos balcones y de las esbeltas torrecillas destacábanse sobre la masa obscura de los edificios como placas de fuego.

La mesa de billar, por razón de la luz que necesitaban de día los jugadores, estaba en una de las cabeceras del salón, cerca de uno de los tres balcones que daban a la plaza.

Sabía cuántos balcones tenía la casa y no había un árbol que no tuviese un recuerdo para él. Había franqueado la verja más de una vez, lo que no era difícil.

El entierro no había sido menos ostentoso. Detrás del carro fúnebre, teatral y ridículo artefacto, también el duelo, a pie, salpicado de grandes uniformes; después, la interminable fila de carruajes, con casi otras tantas libreas diferentes, desde las de los «cuerpos colegisladores», hasta la de don Mauricio el Solemne; y, por último, a uno y otro lado de la fila, otras filas más espesas y compactas de curiosos desocupados, y en todos los balcones de la carrera más espectadores y espectadoras en apiñados racimos.

Otras se levantaba á horas avanzadas de la noche, echaba una escala de seda, que había comprado, á los balcones de D. Marcelino, subía por ella, y llamaba muy discretamente en el cuarto de Carmen.

Cruzamos a galope esta maravillosa y pequeña ciudad, una de las más pintorescas de Francia, con sus balcones esculpidos y barrigudos avanzando hasta el centro de las calles estrechas, con sus vetustas casas renegridas, de puertas pequeñas, moriscas, ojivales y bajas, que nos recuerdan los tiempos de Guillermo Court-Nez y de los sarracenos. A aquellas horas no había aún nadie en la calle.