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Cuando el coche entraba por la puerta principal del hotel, María Teresa se asomó a la portezuela. El señor Aubry había abandonado el baile mucho antes que su familia; pero sin duda trabajaba todavía, porque la ventana de su gabinete se destacaba iluminada en la oscuridad del gran patio. Papá está despierto dijo María Teresa voy a prevenirlo; ¡cómo se va a emocionar!

Si el señor Aubry no hubiera pronunciado la víspera las palabras que alentaron su locura, quizá se habría resignado. Pero haber entrevisto, como casi posible, una felicidad sobrehumana, y encontrarse luego, por la crueldad del destino, en presencia del que, fuera de duda, iba a robarle aquella felicidad, era demasiado duro... Lágrimas de desesperación enrojecieron sus ojos.

Después, poco a poco, sus buenas condiciones le atrajeron la simpatía general, y el señor y la señora Aubry, habiendo observado que aprovechaba inteligentemente sus consejos, lo consideraban como miembro de la familia. Transcurrieron los años. Juan se hizo un buen operario. Gracias a su amor al trabajo y a su disposición para los negocios, obtuvo un puesto preferente en la fábrica.

Con ella, la felicidad y la prosperidad de la casa se afirmaron, y no huyeron más del hogar del infatigable trabajador. Hacía doce años que el señor Aubry disfrutaba de esta dichosa paz cuando encontró a Juan Durand. Se le presentaban de improviso sus propios sufrimientos, en el abandono y la miseria del chico.

Pero ¿qué relación podía existir entre los sentimientos de afección de Juan y el amor de Huberto? No la veía, y, sin embargo, la afección reciente no sofocaba en su corazón el antiguo sentimiento. En fin ¿si Huberto Martholl pedía su mano, diría que ? Y sus padres ¿qué pensarían de este joven? Era un desocupado, un inútil. He ahí algo que no le gustaría al señor Aubry.

Es cierto declaró el señor Aubry con voz débil, he tenido una fuerte conmoción... moral... una gran contrariedad... No lo que pasó después... me desvanecí. Rousseau, el jefe de los talleres encontró a papá tendido, sin conocimiento, en su escritorio. Afortunadamente tuvo la feliz idea de mandar buscar un médico y de llamarme por teléfono.

De improviso, el señor Aubry pareció salir de su sopor, paseó a su alrededor una mirada vaga, y una tenue sonrisa entreabrió sus labios secos.

El estado de ebriedad en que se hallaba no le valió de excusa ante el señor Aubry, que lo despidió. Desde ese día, el sentimiento de Juan hacia su protector se convirtió en verdadera idolatría. Los actos justos conmueven infinitamente a los niños. Por segunda vez, el señor Aubry hería el corazón de su protegido.

Lo dudaba, después que el señor Aubry se había ido; pero el fuego del cigarro que brillaba aún entre el césped, lo tranquilizó. ¿Así, pues, el señor Aubry y Jaime, no se indignaban ante la idea de que el huérfano pudiera un día convertirse en un hijo y en un hermano?

En cuanto se vió sola, la señorita Guichard se apoderó de la jaquette de su huésped, la registró con mano febril, descubrió una cartera, la abrió y tomando una tarjeta, leyó: Mauricio Aubry.