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Veía aquel varonil semblante, inclinado sobre el señor Aubry, en tanto que le explicaba con voz cariñosa su rudo y múltiple trabajo, y las medidas que debía adoptar, para no aplazar el casamiento anunciado. ¡Qué alma más enérgica y amorosa descubría en él! Por un fenómeno singular, le impresionaba menos su desinterés que su pasión silenciosa semejante a un culto.

Esta situación, desgraciada, no ha quitado nada á su orgullo, ni aumentado nada á su carácter: es alegre, igual, cortés; vive, no se sabe cómo, en su casita con una sirvienta, y halla aún medios para hacer muchas limosnas. La señora de Laroque y su hija profesan á su noble y pobre vecina, una pasión que las honra: en su casa es objeto de un respeto atento que confunde á la señora de Aubry.

Porque yo me helara desde la mañana hasta la noche, ¿sería usted más dichosa? La señora Aubry dió á entender con un gesto expresivo que no sería más dichosa por eso, pero que consideraba el lenguaje de la señora de Laroque como prodigiosamente afectado y ridículo. En fin continuó ésta, dicha ó desgracia; poco importa.

La buena mujer, muy conmovida, se aleja sin poder responder. El gran salón se halla casi desierto. El señor Aubry va a levantar la sesión, cuando el ujier llama con voz sonora: ¡Juan Durand! Estas dos palabras, que hace tanto tiempo resonaron en el vasto salón de la alcaldía de la plaza de San Sulpicio, ¿por qué prodigio, su sonoridad llena aún los oídos de Juan?

Lo que hace la reputación de un abogado, no es ganar siempre sus pleitos, sino abogar en causas de resonancia. Se habla más de los que dejan guillotinar a sus clientes, que de los que los salvan de la ruina. Supongo, pues, que Jaime se dedicará a la clientela de la Corte de Asises. La señora Aubry la interrumpió para dirigirse a Juan.

Digo la verdad; Juan es el alma de la fábrica, y me felicito de ello. Hacía algunos minutos que la señora Aubry miraba atentamente la cara de su marido, en la que se revelaba una profunda tristeza. En fin aconsejó, no te fatigues; te encuentro algo cansado desde hace algunos días, sobre todo hoy... ¡Bah, bah! esto no es nada, la comida me confortará; no vayas ahora a ponerte cavilosa.

Vamos a tratar de convertirle en un perezoso; aquí no hay que pensar sino en descansar y en divertirse ¿no es verdad? Juan no contestó en seguida. Al fin consiguió dominarse y con voz casi exenta de vestigios de emoción dijo: Usted es demasiado buena en añadir estas palabras de bienvenida a la amable insistencia que han tenido en invitarme el señor y la señora Aubry.

El señor Mauricio Aubry está indispuesto con su tutor y la ausencia del señor Roussel en un día como este es buena prueba de lo que la digo. ; para entrar en mi casa, el marido de mi sobrina debía romper todos los lazos con el que me odia.... Era preciso que escogiera entre él y nosotras y así lo ha hecho. ¿Podría haber dudado un solo instante?

El médico le ha recomendado calma, usted lo sabe; hay que portarse con juicio, papá querido. El señor Aubry calló un instante, luego dijo: Dime, ¿por qué no me hablas de Martholl y por qué no sube a verme? Creo que teme fatigarlo a usted. ¡Ah! exclamó distraídamente el señor Aubry, que parecía seguir una idea. ¿Pide noticias mías a lo menos?

Después, estrechó las manos de la señora Aubry y de María Teresa, y se marchó. A la mañana siguiente, Huberto recibía un mensaje de su madre invitándolo a pasar por su casa sin demora. Algo inquieto, se dirigió a la calle Astorg y encontró a la señora Martholl instalada en su gran escritorio.