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Un criado venía a buscarlo para conducirle al lado del señor Aubry. Apresuradamente, Juan pasó el pañuelo por su cara y salió de la pieza. Entonces María Teresa entró, y a su vez se detuvo ante la imagen que había suscitado aquella crisis dolorosa. Una suave melancolía se apoderó de ella, mientras contemplaba su retrato.

Cuando el señor Aubry de Chanzelles recordaba esta época de su vida, en la que, débil y abandonado, no entreveía ninguna esperanza de salvación, sentía aún una viva emoción y se preguntaba cómo había tenido fuerzas para resistir aquellas noches de fiebre y los malos tratamientos.

Nunca creeremos eso, Pablo dijo cariñosamente la señora Aubry, pero es posible que te hayas acostumbrado a trabajar menos, desde que sabes que puedes confiar en Juan. No, no, ese muchacho es más entendido que yo; el discípulo ha sobrepasado al maestro; hoy, dirige todo, te lo aseguro; en estos últimos meses ha tenido una idea de fabricación casi genial. ¡Qué entusiasmo, papá querido!

La señora Aubry y María Teresa muy inquietas no salieron más de la habitación de su querido enfermo; pero en la noche del segundo día, cuando se hallaba adormecido, María Teresa aprovechó este instante para ir a buscar un libro. Atravesó el gabinete de trabajo de su padre y entró en la biblioteca. Mientras examinaba los volúmenes oyó abrir la puerta del gabinete. El criado introducía a alguien.

El señor Aubry no insistió, y hasta simuló no apercibirse de nada, inquieto por la impresión que sus palabras habían causado en el alma de su hijo adoptivo, y temeroso de haberse avanzado demasiado. Dejó de caminar, y dijo con aire indiferente, tirando su cigarro: ¿No encuentras que hace un poco de fresco bajo estos árboles? Voy a ponerme el sobretodo para ir al Casino. ¿Quieres venir conmigo?

El padre de Pablo Aubry, último hijo del héroe de la campaña de Rusia, habiéndose casado muy joven con una mujer sin dote, no tardó en verse reducido a los más módicos recursos. Su naturaleza era delicada, y los tormentos de una vida difícil acabaron de arruinar su salud; luchó algunos años contra la mala suerte, pero la muerte lo arrebató pronto.

En un principio, desesperadamente, había tratado de luchar contra aquel sentimiento naciente que en su alma escrupulosa no se reconocía el derecho de abrigar. Si bien los años habían transcurrido, modificando su situación y dándole la esperanza de un hermoso porvenir, creía que para los Aubry, él era siempre el niño pobre recogido por caridad.

La luz también estaba proscripta del cuarto del enfermo, que era cuidado, en la oscuridad de los postigos cerrados y de las cortinas corridas, al trémulo resplandor de una lámpara. En estas condiciones la permanencia a su lado durante días enteros, constituía una verdadera fatiga, pues el señor Aubry, como nunca había estado enfermo, demostraba muy poca paciencia.

Yo no puedo amar en la tristeza, y me causa un fastidio tan grande ver caras de enfermos y ojos con lágrimas, que no tardaría en tomarle horror a la casa misma. Por nada del mundo querría que mi pobre amiga viese un día que me pongo de mal humor a su lado. No fue, pues, por pura caridad que Huberto resolvió ir con menos frecuencia a casa de los Aubry.

María Teresa experimentó un singular alivio cuando apareció el joven, como si su presencia constituyera el soberano remedio. Desde el umbral de la puerta, Juan tuvo que responder a las interrogaciones febriles del señor Aubry. Oyéndolos hablar de negocios, la joven se retiró y bajó al salón para esperar a su prometido que debía llegar a comer con ella.