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Tengo la confianza del señor Aubry hasta el punto de que me trata como a un hijo; tengo una amplia libertad para hablar con María Teresa veinte veces al día ¿y me aprovecharía yo de estas circunstancias para ir a turbar la paz de su hija, procurando hacerme amar? ¡No, mil veces no!

Dominado por una gran emoción, el señor Aubry murmuró con voz temblorosa: Juan, hijo mío, jamás consentiré en que hagas tales sacrificios, jamás, hijo mío... pero te los agradezco; es bueno, es grande, lo que me propones con tanta sencillez; es la acción de un noble corazón. has ganado ese dinero economizando; yo no puedo aceptarlo, sería expoliarte.

En este momento se mostró en la puerta la fisonomía inquieta de Bobart. Señor Aubry, le buscan á usted por todas partes.... La señorita Guichard le reclama.... ¡Anda! Ve á cumplir tus deberes, dijo Roussel cambiando una mirada con Mauricio. Mientras, tomaré el aire en el jardín. Hace aquí un calor terrible.

Acaso temía que ella olvidara a los que tenían derechos más antiguos. Encontraba así excusas al mal humor de Juan. Pero era su huésped, y no quiso guardarle rencor; viéndolo, pues, al entrar en el jardín, sentado sobre la hierba a los pies de la señora Aubry, se dirigió hacia él y le dijo con amabilidad: ¿Es por pereza por lo que no ha querido usted venir a escalar con nosotros los peñascos?

Es una suerte para que me hagas compañía, Juan dijo la señora Aubry; hasta mi hija, siempre tan razonable, demuestra hoy una gran distracción; parece que se divierte mucho. Tiene razón respondió tristemente el joven, en estar alegre y expansiva. Es una dicha ver gozar de la vida a los que se ama.

Y como Juan aprobase con una inclinación de cabeza, el señor Aubry continuó: ¡Ah! Juan, felizmente, no es como Jaime; nuestros asuntos no le son indiferentes. ¡Ah, no! siente en su alma la misma pasión que yo por el cristal. ¡Cómo nos entendemos! ¡Lo que hemos trabajado juntos al resplandor de los mismos hornos, cáspita!

En esta nueva faz de su vida la personalidad de Juan se destacó; adquirió en sus viajes por el extranjero, una cierta seguridad, fundada en la posesión de la ciencia de su arte. Todo esto lo debía al señor Aubry.

Algunas veces el joven conseguía calmar sus inquietudes, pero otras le daba trabajo, sobre todo cuando se imponía la necesidad de obtener una firma. Entonces el señor Aubry salía de su sombrío abatimiento para caer en una especie de fiebre exasperada.

El señor Aubry hizo un movimiento; temiendo despertarlo, volvieron a su lado y permanecieron silenciosos en la calma del cuarto. Entonces, bajo la influencia algo misteriosa del silencio y de la luz discreta de la lámpara, el bienhechor olvido expulsó del alma de Juan todo lo que no era la real felicidad de la presencia querida.

Y un pesar tan grande lo invadía, ante la sola idea de permanecer tres meses sin verla, que había preferido seguir sufriendo como en el tiempo pasado, a la angustia de la hora presente. Los Aubry dejaban, pues, a Creteil, en los primeros días de julio, para instalarse en su villa de Pervenches.