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¿Así, con este traje de viaje, pobre y enlodado, y tan resplandeciente, reina de mi vida? ¡Y qué importa! me basta con tu hermosura. Estoy segura de que me van á tener envidia... mi litera es grande, cabemos los dos, ven. Y Dorotea se llevó de su casa á Juan Montiño como robado. Montiño se había quedado aturdido en la hostería de Ciervo Azul, después de la salida de Quevedo.

Con cualquiera de estos contratiempos concluía el apasionado madrileño por sacudirse la ropa y marcharse punzado, aturdido y tiznado en busca de otro lugar no menos bonito, aunque más cómodo. ¡Oh magnificencia! exclamaba una vez contemplando un nuevo sitio; ¡esto excede á la más sublime creación del más sublime de todos los poetas; á la región del más tierno pastor de cuantos ha creado la poesía!

Llegó Quevedo, se detuvo y contempló profundamente al joven. ¡Si las tormentas no se calmarán al fin...! dijo . ¡Como su padre! ¡son mucho, mucho hombres estos Girones! ¡ó muy poco! ¿quién sabe? Y hace frío y llueve. ¡Don Juan! El joven se levantó de sobre la repisa aturdido.

El hombre de la capa me obligó a colocarme, como él, en las primeras filas de curiosos y caminar no muy lejos del reo. El cielo seguía envuelto en un sudario ceniciento, y el piso no mejoraba en aquellos sitios. A la verdad, no comprendo por qué razón me dejaba arrastrar por aquel hombre. Me sentía cada vez más aturdido, como si estuviese soñando.

Hubo motín de mujeres: motín en regla, capitaneado por Rosa Mística en persona. Sus gritos y sus lamentaciones habrían aturdido a los sordos. ¿Qué quiere decir Urdax? gritaba la una. ¿Qué tenemos nosotros que ver con Urdax? clamaba la otra. ¿Quién ha de querer enterrarse en Urdax? chillaba una vieja.

No importa; después de aquello le tomaron más gusto á su tierra, y descendían de su montaña todos los domingos para sentarse al pie de la pared. A fuerza de medir la punta, acabaron por descubrir un error del arquitecto, aturdido por las prisas de la princesa. Se había equivocado en cincuenta centímetros, y la mitad del grosor del muro estaba en tierra de los viejos.

Al modo de aquel que, corriendo, choca contra un árbol, el presidente se detuvo, aturdido; buscó con la mirada entre los testigos a la mujer que le había contestado tan rotundamente, y todas las mujeres se le antojaron iguales, lo que le impidió orientarse. Entonces examinó la lista de testigos. ¡Pelagueia Vasilievna Karaulova! ¿Quiere usted prestar juramento? preguntó otra vez. No.

Si he de ser franco, diré que me hubiera sido imposible evitarlo; no tenía fuerzas; me encontraba aturdido, asombrado de cuanto acababa de ver y oír. Apenas si me encontraba aún con energías para levantarme de mi asiento y dar algunos pasos, a fin de convencerme de que no soñaba.

Adela se levantó riendo, y puestos los ojos, entre curiosos y burlones, en el galán caballero, que del brazo de Juan venía hacia ellas, los esperó de pie al lado de Ana, que con su serio continente, nunca duro, parecía querer atenuar en favor de Adela misma, su excesiva viveza. Pedro, aturdido y más amigo de las mariposas que de las tórtolas, saludó a Adela primero.

Al fin se detuvo, aturdido por su propio vaivén: apoyóse en el antepecho, y ocultando entre las manos su cabeza, estuvo de este modo un largo rato devorando su agonía. De pronto creyó sentir rumor extraño, alzó la cabeza, y en el fondo del corredor creyó ver una figura humana que avanzaba. El corazón le latió con tal violencia, que creyó que el pecho se le rompía.