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Luego, volviéndose a Ángel, que continuaba mudo y cada vez más aturdido, dijole entregándole el retrato: Tómale, hijo, ya que le deseas..., como es natural; pero procura no tenerle delante cuando medites sobre lo que te he dicho, para resolver lo que te conviene.

¿Qué Nanín? preguntó Aldama por cuyos ojos pasó una nube. ¿Qué Nanín ha de ser? El marquesito del Lago. Me ha dicho que los ha visto en su casa y que había sentido mucho no encontrarle a usted. La impresión que Tristán sintió con estas palabras fue tan violenta, que un golpe en la cabeza no le hubiera dejado más aturdido y paralizado. Sólo pudo exclamar con forzada y estúpida sonrisa: «¡Ah

Al poner el pie en el locutorio, que encontré lleno como una colmena, me sentí más aturdido que nunca por las tumultuosas confidencias de las jóvenes abejas. Elena llegó con los cabellos en desorden, las mejillas inflamadas, los ojos colorados y chispeantes; traía en la mano un pedazo de pan del largo de su brazo. Me abrazó con un aire preocupado: Y bien, hijita, ¿qué es lo que tienes?

Mirola con sorpresa, que se convirtió en estupefacción al ver que la dama avanzó con resolución hasta él, y sin decir palabra se dejó caer de rodillas a sus pies sollozando. ¡Señora... por Dios... levántese usted! dijo aturdido. La dama no se movió. Señora, levántese usted repitió de nuevo cogiéndola suavemente por un brazo.

Entonces, aturdido enteramente, vacilante, asustado, semimuerto, salió del patio del alcázar, en donde se encontraba, y escapando por la puerta de las Meninas, tiró hacia el laberinto de callejas del cuartel situado frente al alcázar, y se perdió en él. Por aquel mismo tiempo el padre Aliaga se paseaba en su celda.

Aturdido todavía y lleno de saña, entróse precipitadamente Jacobo en el carruaje y dio orden al cochero de volver a Bayona, al Hotel de Saint Etienne, donde se había apeado la víspera.

Pronunció de una manera tan fatídica estas palabras, que Montiño se aterró; aturdido, embrollado su pensamiento, llegó á creer lo que no había visto claro; esto es: que en efecto y por una terrible casualidad, hermana de las inauditas que le estaban abrumando desde que llegó á Madrid su sobrino postizo, había matado sin quererlo, sin sospecharlo siquiera, al amante de su mujer.

Era campeón de varias armas, boxeaba, y hasta poseía los golpes favoritos de los paladines que vagan por las fortificaciones. «Inútil y peligroso como todos los zánganos», protestaba el padre. Pero sentía latir en el fondo de su pensamiento una irresistible satisfacción, un orgullo animal, al considerar que este aturdido temible era obra suya.

¿No entiende todavía? dijo al fin. Ni una palabra... murmuré aturdido, tan aturdido, como puede estarlo un adolescente que a la salida del teatro ve a la primera gran actriz que desde la penumbra del coche mantiene abierta hacia él la portezuela... Pero yo tenía ya casi treinta años, y pregunté al médico qué explicación razonable se podía dar de eso. ¿Explicación? Ninguna.

Francisco Martínez Montiño saludó profundamente al inquisidor general, salió de la celda, y se alejó aturdido, con el pensamiento embrollado y en paso vacilante como el de un ebrio. En tanto el padre Aliaga había quedado inmóvil, pálido, sombrío, con los brazos fuertemente apoyados en la mesa.