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Y al día siguiente don Víctor Quintanar, de tiros largos, como el día de la primera visita, entró en el estrado de los Ozores. Venía a pedir la mano de Ana, «a quien creía no ser indiferente». «Daba aquel paso antes de lo que pensaba, porque acababa de ser ascendido; iba a Granada en calidad de Presidente de Sala y quería llevarse a su esposa, si su ardiente deseo era cumplido.

Hace años salió el cuerpo de un rey con su corona de oro y pedrería... Traíala tan bien puesta, que no se le pudo arrancar y fué menester cortarle la cabeza.... ¡Con cuántos náufragos no habrá hecho lo mismo vuestra codicia! Aquel era un rey de morería. La sangre que le manaba del cuello era negra.

Vinieron las chuletas inmediatamente, no parecian malas, y mi mujer dejó escapar una mirada de intencion hácia , como si quisiera decirme: amigo mio, esto es otra cosa; este Paris no es aquel Paris. Comimos las chuletas, y quedamos dispuestos para los otros dos platos de carne. Pero ¡pecadores de nosotros! Nos habian servido una sopa: ¿y las otras dos que ofrecia el aviso?

Aquel hombre guapín, que siempre fue a Rosalía indiferente, pareciole entonces un bonito verdugo que se le presentaba con la cuerda y la hopa. ¡Y que no venía poco apremiante el tal!... ¡Vaya un apunte! Para el día 14 sin falta necesitaba eso.

En el momento en que Pierrepont se presenta, la señora de La Treillade va a salir, muy ocupada con la instalación de su hija, y ruega a aquél que la dispense si lo deja solo con su hija y miss Eva.

Manos Duras se detuvo para ver mejor. Aquel día no era de correo de Buenos Aires. «Debe ser un tren de carga que viene de Bahía Blanca», se dijo. Resultaba visible estando aún á muchos kilómetros de la Presa, y pasaría otros tantos kilómetros más allá, para no detenerse hasta Fuerte Sarmiento.

Aquel edificio era un convento por sus dimensiones e invitaba a la melancolía. Yo acababa de llegar solo, casi abandonado a mi suerte. Durante el viaje había hecho el inventario de mi pasado; había recordado la muerte de mi padre, mi orfandad; no tenía más compañeros ni más amigos que dos retratos mudos que llevaba siempre conmigo; el de mi padre y el de mi madre.

Rosita era graciosa, pero desmedrada y clorótica, de color de marfil. Llamaba la atención su peinado en sortijillas, batido, engomado y puesto con muchísimo aquel. «¿Pero qué hace usted, mujer, con esa pinturapreguntó Guillermina a Nicanora. Soy lutera.

A que respondimos todos unánimes, que estábamos aparejados á seguirle á donde quiera que fuese; no tuvimos aquel día otra agua que beber sino de un pantano de malísimo olor.

Y acometí la empresa en la fecha convenida, un día de los últimos de octubre, frío y nebuloso en las alturas de la romana «Juliobriga». En la clásica villa inmediata, termino de mi jornada primera, y única posible en ferrocarril, hice un alto de media hora escasa: lo puramente indispensable para desentumecer los miembros y confortar el estómago; porque no había tiempo que perder, según dictamen del espolique que me aguardaba en aquel punto desde la víspera con dos caballejos de la tierra, espelurciados y chaparretes, uno para conducirme a y otro para cargar con mis equipajes.