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La Mazacán había roto los guantes apretando los puños y daba gritos con su hermosa voz de soprano. La otra, tiesa en su asiento, erguida la cabecita como la de una víbora que se defiende, escupía sus desvergüenzas sin moverse, sin mirar a ninguna parte, como una figurilla de ira petrificada.

La mano izquierda de Paz, cuando recibía de la derecha una nueva onza ó doblón, se cerraba, apretando los robustos dedos y aferrándose sobre el oro con la firmeza y el ajuste de una máquina. Al fin iban desapareciendo del suelo las áureas piezas. Quedaban cuatro, tres, dos; quedaba una.

Don Pedro se acercó entonces, y mudando de tono, preguntó: ¿Qué es eso? ¿Tiene algo Perucho? Púsole la mano en la frente y la sintió húmeda. Levantó la palma: era sangre. Desviando entonces los brazos, apretando los puños, soltó una blasfemia, que hubiera horrorizado más a Julián si no supiese, desde aquella tarde misma, que acaso tenía ante a un padre que acababa de herir a su hijo.

Sin embargo, poseíamos afortunadamente un par de buenos caballos cada uno, y apretando un poquito en una cosa y otro poquito en otra, podíamos darnos el goce de esas excitantes carreras a través del campo, en las cuales la sangre se pone en movimiento y bulle de agitación a la vez que rejuvenece a todos los que toman parte en ellas.

Hubiera sentido reñir con vos dijo éste apretando con fuerza la mano del joven ; tenéis para un no qué... algo que me habla en vuestro favor. ¿Sois soldado? Puede ser que á estas horas lo sea de la guardia española. ¡Ah, vive Dios! ¡Pues si sois de la guardia española, y de la tercera compañía, de la que soy alférez, seremos camaradas!

Oyese entonces en el vecino bosque El fuego de las armas estridente, Y apretando la espada fuertemente Con ademan resuelto se erguió; Y vió venir á él, husmeando sangre, Los feroces lebreles del tirano, Como á la hambrienta jauría que en el llano A su víctima acosa con furor.

La labradora, apretando los labios con un mohín de orgullo y desdén para que las distancias quedasen bien marcadas, comenzó á ordeñar las ubres de la Ròcha dentro del jarro que le presentaba la moza.

Doña Gertrudis dijo que se hallaba más tranquila, y apretando la mano a su hija María le dio las gracias por haberle procurado la dicha de comulgar. Era de esperar la mejoría. Todas las señoras la encontraban muy natural y aseguraron a la enferma que no tardaría en ponerse buena. Dios todo lo puede, doña Gertrudis.

Entonces ella se enfadaba, insistía, quería a todo trance coger carne. Al cabo, él aflojaba los músculos diciendo: Te dejo morder; pero a condición de que me hagas sangre. No, eso no respondía ella, expresando en la sonrisa anhelante el deseo de hacerlo. -, quiero que me hagas sangre; si no, no te dejo. La niña empezaba apretando poco a poco la carne de su marido. ¡Más! decía éste.

Pues eso fue cabalmente lo que hizo, apretando a la hija de sus entrañas con un abrazo y estrechando con la otra mano la del marqués de Peñalta. Vosotros no me abandonaréis, ¿verdad, hijos míos? dijo el anciano levantando su noble rostro varonil bañado en lágrimas. Ricardo estrechó con más fuerza su mano. Marta apretó con más fuerza su cuello.