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El desgraciado había recibido una terrible herida en el vientre, y falto de palabra para expresar su padecimiento, bramaba, aspirando con ansia el aire inflamado, sacudía el cuello; parecía dar a entender que hallando un charco de agua en que remojar la lengua, sus dolores serían menos vivos, y al fin se abandonó a su suerte, tendiéndose sobre el campo, indiferente al ruido del cañón y al toque de degüello.

Hablaban de Mallorca como de un lugar de delicias; recordaban las provincias de tierra firme, de las que eran hijos muchos de ellos, como paraísos a los que ansiaban volver. ¡Las mujeres!... Era un anhelo, un ansia que hacía temblar sus voces y ponía en sus ojos fulgores de locura.

Yo fuí también a , cuando soñaba mi deseo con curvas morbideces y mi joven pupila dilataba la visión de tus blancas desnudeces. En tu boca he bebido hasta las heces, el néctar que tu labio me brindaba, y de amor, en tus brazos, me embriagaba, en un ansia infinita de embriagueces. Bendita , entre todas las mujeres, porque colmas el ansia de placeres y el ansia de placer aguijoneas.

Es un poco exagerado; pero el hecho es que se necesita una apremiante necesidad o una imprudencia infantil para aventurarse bajo aquel sol canicular que, reverberando en la arena blanca y ardiente, quema los ojos, tuesta el cutis y derrama plomo en el cerebro. Se espera la brisa con ansia, a pesar de los inconvenientes del polvo impalpable que se levanta en nubes.

Levantose doña Guiomar como manifestando con la acción añadida a la palabra que el familiar sería muy discreto si se iba cuanto antes, y el pobre hombre, mirando con ansia y todo aturdido a doña Guiomar, besola las manos y fuese, llegando hasta la puerta de espaldas, por no volverlas a doña Guiomar, no se sabe si por verla algún tiempo más, o por respeto.

Miraba a doña Guiomar cual si hubiera sido cosa del otro mundo, y con tal avaricia y tal miedo, en que la misma ansia con que la miraba le ponía, que tanto movía a lástima como a risa su extraña catadura. Hízole una profunda reverencia en entrando doña Guiomar, y luego fue a sentarse en el canapé. Saludole, y le convidó a que se sentase.

Sentía la nostalgia de lo extraordinario, de lo original; le agitaba el ansia de aventuras de la juventud, y dueño de un distrito heredero de un señorío casi feudal, leía con el respeto supersticioso de un patán, el nombre de un escritor, de un pintor cualquiera; «gente perdida que no tiene sobre qué caerse muerta», según declaraba su madre, pero que él envidiaba en secreto, imaginándose una existencia llena de placeres y aventuras.

El filósofo de Koenisberg le demostraba poco a poco, con lógica inflexible, que el Espacio y el Tiempo no son seres reales, ni tampoco propiedades de estos seres, sino tan sólo formas de la percepción que tocan a las cualidades de nuestro espíritu y no a la realidad externa. Buscaba después con ansia apoyo en el enlace constante de la causa con el efecto.

El segundón, tendiendo en el aire sus manos crispadas por el ansia fratricida, lanzó de su boca fiero torrente de insultos y amenazas incomprensibles; mientras el mayorazgo, inmóvil y descolorido, le miraba con sonrisa convulsa, la mano derecha en la daga. De pronto, al escándalo de las voces, doña Urraca, la mujer del hidalgo, apareció en la puerta cual brusca visión.

Ábrese finalmente la puerta, y el criminal escruta con ansia el semblante de los jueces.