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En aquel piso bajo, amueblado en un estilo inglés muy puro, época de la Reina Ana, la vida interior se desarrollaba según las reglas de un reglamento severo, completamente británico. Huberto fue interrumpido en sus reflexiones por la entrada de un criado, inglés, como los muebles, que le traía el y el correo.

Yo sin Dios... no soy nada.... Sin Dios puede usted ir a donde quiera, Ana... esto se acabó... Estoy en ridículo, Vetusta entera se ríe de a carcajadas.... Mesía me desprecia, me escupirá en cuanto me vea.... El padre espiritual... es un pobre diablo. ¡Oh, pero por quien soy.... Miserable.... Me insulta porque estoy preso!...

Carlos ha vuelto de nuevo de Francia á Inglaterra para celebrar sus bodas con su amada Ana, y la encuentra ya reina; sólo una vez quiere verla y devolverle las prendas de su antiguo amor.

Aquel plan, que no tenía preparado, que era sólo una idea vaga que había desechado mil veces por temeraria, había sido un atrevimiento de la pasión, que podía haber asustado a la Regenta y hacerla sospechar de la intención de su confesor. Después de su audacia el Magistral temblaba, esperando las palabras de Ana.

Salió al pasillo y gritó: ¿Vino doña Petronila? Ahora llama, contestaron. Entró la de Rianzares. Don Fermín le cortó el saludo en la boca. Ahora mismo hay que llamarla dijo. ¿A quién... a Ana? , ahora mismo. Don Fermín volvió a sus paseos. No quería conversación. La de Rianzares, sierva de aquel hombre, calló y entró en el gabinete. Pasó media hora. Sonó la campanilla de la puerta.

Como otras veces, Ana fue tan lejos en este vejamen de misma, que la exageración la obligó a retroceder y no paró hasta echar la culpa de todos sus males a Vetusta, a sus tías, a D. Víctor, a Frígilis, y concluyó por tenerse aquella lástima tierna y profunda que la hacía tan indulgente a ratos para con los propios defectos y culpas. Se asomó al balcón.

En tal caso, la ambigüedad iba a subsistir. Una primera noticia, dada por los diarios ingleses que anunciaban el descubrimiento del paradero de sor Ana Brighton, destruyó las dudas del magistrado. La religiosa, decían esas hojas, estaba atacada de una grave parálisis, había perdido el uso del cuerpo y de la palabra.

Ana la hubiera buscado en el último rincón del mundo; antes la hubiera escrito derritiéndose de amor y admiración en la carta que le dirigiese.

Desde el día siguiente el Magistral notó con mucha alegría, que Ana volvía su piedad del lado por donde él quería llevarla. «Menos contemplación y más devociones, obras piadosas y culto externo, que entretiene la imaginación».

Ana, burlando los decretos del médico, probó en los primeros días de aquella segunda convalecencia a leer en el libro querido: iba a él como un niño a una golosina. Pero no podía.