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Bajaré un instante, a ver si se le ofrece algo a Ana». Y Lucía reía, y daba por cosa cierta que, aunque Sol era niña recatada, ya le había dicho que Pedro Real le parecía muy bien, y se la veía que le llevaba en el alma: lo que a Juan no parecía un feliz suceso, aunque prudentemente lo callaba.

Doña Ana se echó á llorar, y para que llegase hasta lo último lo escandaloso de aquella escena, el duque de Uceda dió una bofetada á doña Ana, como podía haberlo hecho el último de los rufianes.

Cristóbal Santiago Ortiz, Valdés, Sánchez, Pedro Cebrián, Melchor de León, Porras, Santander, Miguel Ramírez, Cristóbal, Cintor, Jerónimo López, Juana de Villalba, Micaela de Luján, Ana Muñoz, Jerónima de Burgos, Polonia Pérez, María de los Angeles y María de Morales.

Se encontraron los ojos de Ana y de Mesía. Se miraron como si hasta aquel momento nunca se hubieran visto bien. «Buenos ojos pensó el Tenorio no sabía yo a lo que saben, hasta ahora». Y continuó: «Esa será una de las primeras». Más de una hora fue viendo aquella nube de polvo que parecía de luz y en medio los ojos de la sobrina.

Pasaba esto mientras seguía leyendo; aún estaba aturdida, casi espantada por aquella voz que oyera dentro de , cuando llegó al pasaje en donde el santo refiere que paseándose él también por un jardín oyó una voz que le decía «Tole, lege» y que corrió al texto sagrado y leyó un versículo de la Biblia.... Ana gritó, sintió un temblor por toda la piel de su cuerpo y en la raíz de los cabellos como un soplo que los erizó y los dejó erizados muchos segundos.

Obdulia estaba pálida de emoción. Se moría de envidia. «¡El pueblo entero pendiente de los pasos, de los movimientos, del traje de Ana, de su color, de sus gestos!... ¡Y venía descalza! ¡Los pies blanquísimos, desnudos, admirados y compadecidos por multitud inmensa!». Esto era para la de Fandiño el bello ideal de la coquetería.

Ana participó un momento de aquella voluptuosidad andrajosa. Pensó en misma, en su vida consagrada al sacrificio, a una prohibición absoluta del placer, y se tuvo esa lástima profunda del egoísmo excitado ante las propias desdichas. «Yo soy más pobre que todas estas.

Pero la devoción de Ana ya estaba calificada y condenada por la autoridad competente. Las tías, que habían maliciado algo de aquel misticismo pasajero, se habían burlado de él cruelmente. Además, la falsa devoción de la niña venía complicada con el mayor y más ridículo defecto que en Vetusta podía tener una señorita: la literatura.

Ana siguió el vuelo de la lavandera con la mirada mientras pudo. «Estos animalitos, pensó, sienten, quieren y hasta hacen sus reflexiones.... Ese pajarillo ha tenido una idea de repente; se ha cansado de esta sombra y se ha ido a buscar luz, calor, espacio. ¡Feliz él!

Entonces dijo Sancho: -Bien conozco a Ricote, y que es verdad lo que dice en cuanto a ser Ana Félix su hija; que en esotras zarandajas de ir y venir, tener buena o mala intención, no me entremeto.