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Sus pantalones cortos, ligados á las polainas muy modestas, en dos de ellos, haciendo juego con la chaqueta de paño burdo y el sombrero de anchas alas, armonizaban con el vestido de los otros, casi totalmente cubierto por el sayal ó manta de lana parda ó amarillenta.

Junto a este hermoso ejemplar de la burguesía próximo a la decadencia, Andresito Cuadros, el hijo del dueño de Las Tres Rosas, aparecía empequeñecido y aplastado, con la delgadez amarillenta de un crecimiento rápido y ese aire aviejado de todos los hijos únicos, a quienes las atenciones exageradas de sus padres no dejan robustecerse.

No comieron ese día; pero al regresar jadeando detrás del caballo, los perros no olvidaron aquella sensación de frescura, y a la noche siguiente salían juntos en mudo trote hacia San Ignacio. En la orilla del Yabebirí se detuvieron oliendo el agua y levantando el hocico trémulo a la otra costa. La luna salía entonces, con su amarillenta luz de menguante.

Era don Recaredo hombre que pasaba ya de los sesenta; alto, musculoso, de rostro atezado, medio cubierto por una barba muy cerrada y fuerte, pero casi blanca, o más bien amarillenta; el pelo, que conservaba tan espeso como en su juventud, era mucho más blanco que la barba, así como las pestañas y las cejas.

El otro, el menor, que era el casado, tenía una palidez amarillenta, y unos ojillos de raposo, y una mueca de sonrisa, y un andar de sierpe venenosa, que estaban pidiendo el banco de crujía de una galera, y el corbacho de un cómitre desalmado.

¡El pan!... ¡Cuánto cuesta ganarlo! ¡Y cuán malos hace á los hombres! En una barraca brillaba una luz pálida, amarillenta, triste. Teresa, atolondrada por el peligro, quiso ir á ella á implorar socorro, con la esperanza que infunde el ajeno auxilio, con la ilusión de algo milagroso que se ansia en la desgracia. Su marido la detuvo con una expresión de terror. No: allí no.

»...O lo ensucie el uso... ¡las cosas que dice uno de repente!... O lo roben los hombres... O... lo... ensucie... el... uso...» Buenos Aires inicia su despertar con roncos e incoherentes movimientos de dormido. Hacia el oriente la vaga y tenue coloración auroral frente a la que las sombras de la noche huyen como arreadas por las guías curvas de una amarillenta luna en su último menguante.

La casa del señor de las Matas era de piedra amarillenta y carcomida, cuadrada, de un solo piso; grandes balcones de hierro forjado, enorme puerta claveteada formando arco; más antigua y más señorial que la de don Félix, pero también más pobre.