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Con media palabra entiendo yo. ¿Por quién soy preso? Por el rey. Eso ya me lo sabía, que á nadie se prende sino á nombre de su majestad; que el nombre de su majestad hace ya mucho tiempo que sirve para embozar cosas malas. Os han preso con justicia. Cierto es que con alguaciles me prendieron. Con razón. Tenéis razón, que razón es que los tales prendan, que si no prendieran, no serían corchetes.

¡Ah! ¡vive Dios! exclamó una voz ronca . Por bien empleado doy el trabajo que me ha costado encontrar la llave en la ropilla de uno de esos alguaciles, á quien el diablo hospeda sin duda en estos momentos en la mejor cámara del infierno. ¡Ah! ¡voto á!... ¿eres , Juan de Francisco? dijo Quevedo reconociéndole por la voz. Humilde criado de vuesa merced contestó el matón.

Encargado de exhortar y fortalecer a los reos, lo había visto todo de cerca, y se hacía lenguas de los miles y miles de espectadores que acudieron de los diversos pueblos de la isla para presenciar la fiesta, de las misas solemnes con asistencia de treinta y ocho reos destinados a la quema, del lujoso atavío de caballeros y alguaciles, jinetes en briosos corceles al frente de la procesión, y de «la piedad del gentío, que prorrumpía otras veces en gritos de lástima cuando llevaban a la horca a un facineroso, y permanecía mudo ante estos réprobos olvidados del Señor...» En aquel día se mostró, según el docto jesuita, el temple de alma de los que creen en Dios y de los que le desconocen.

Ramiro observó adrede la pálida testa muerta de súbito y que, asida de los cabellos, fue mostrada hacia los cuatro lados de la plaza, en nombre del Rey. Entonces, con gesto amplio, magnífico, para que todos le vieran, quitose la gorra, exclamando: ¡Dios reciba tu alma, gran caballero! Dos alguaciles escucharon la frase. Uno de ellos quiso prenderle allí mismo; pero el otro le contuvo.

La siesta estaba por terminarse. Algunos bultos daban signos indudables de despertar. Dos alguaciles caminaban al sol.

Hinquéme de rodillas y dije: -Señor, en sus manos de V. Md. está mi remedio y mi venganza y mucho provecho de la república; mande V. Md. oírme dos palabras a solas, si quiere una gran prisión. Apartóse; ya los corchetes estaban empuñando las espadas y los alguaciles poniendo mano a las varitas. Con esto, el corregidor dio un salto hacia arriba, y dijo: ¿Y dónde están?

Encargadle que los alguaciles sean bravos por si Quevedo arrastra de espadas. Es decir, que le prendan muerto ó vivo. ¿Quién ha dicho eso? exclamó la condesa con impaciencia y cólera que le prendan vivo y sin tocarle con las espadas: seis hombres bien pueden apoderarse de uno solo, por valiente que sea, sin herirle. ¡Ah! muy bien, señora.

En el momento en que se puso en acecho Quevedo, un ujier acababa de introducir en la cámara á un hombre vestido de negro á la usanza de los alguaciles de entonces: era alto y seco, de rostro afilado, grandes narices, expresión redomada y astuta, y parecía tener un doble miedo por el lugar en que había entrado, y por la persona ante quien se encontraba.

¿Pero qué vais á hacer conmigo? exclamaba el infeliz llorando. Brinco más ó menos, bailarás, hijo, y bailarás en el aire dijo un alguacil. ¡Que bailaré! ¡Para bailar estoy yo! Yo no quiero bailar dijo Montiño. Que quieras que no quieras, á la fuerza ahorcan repuso otro de los alguaciles. ¡Ahorcan! ¡Que me ahorcarán! ¡Conque después de haber sido robado en cuerpo y alma, he de ser ahorcado!

Comprende formularios de procedimiento; arancel de los derechos que deben cobrar los Oficiales del Santo Oficio en el Juzgado de causas civiles y dietas para la salida de los Nuncios o Alguaciles de los pueblos. Aparece dada esta orden en el Castillo del Temple de la Ciudad de Mallorca a 26 de octubre de 1580.