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Ayer encontré a Petra que, con tierna solicitud, iba a acompañar a paseo a Simona y Gertrudis de Erinois, y no pude menos de pensar que sería yo muy feliz paseándome así con las niñas de Baltet... si es que existen niñas de Baltet... La de Brenay acapara a los Erinois, padre e hijos; todo Aiglemont se interesa por la lucha Brenay-Erinois, como llaman a la nueva intentona de esta ambiciosa señora de Brenay.

En teoría se habla mucho de él; las muchachas pululan en Aiglemont. Pero el número limitado de los jóvenes casaderos hace que, si son muchos los llamados al sacramento del matrimonio, son pocos los escogidos.

Esa es el colmo de la satisfacción respondió Francisca, absorta hasta entonces en algún pensamiento íntimo, y que pareció que se despertaba de repente. ¡Cómo! tener la presidencia de tantas cosas y poseer el honor de apuntar en su libro de memorias los nombres de tantas personas... es un goce que renace sin cesar... Se está a la cabeza de una sociedad con tan poderoso juego en las manos... Se acabó en Aiglemont el privilegio de la aristocracia añadió echando a Petra una mirada maliciosa; ahora es el reinado de la virtud... Por otra parte, sólo al ver el modo que tiene la Melanval de mover las plumas del sombrero, de colocar la cabeza y de hacer reverencias, se comprende su inefable dicha, al lado de la cual no es nada la felicidad paradisíaca...

En Aiglemont, en efecto, hay dos parroquias, San Aprúnculo, la Catedral, y San Gengulfo, la parroquia secundaria. La guerra es casi continua entre aprunculinos y gengulfianos, y los primeros desdeñan a los segundos por su iglesia, por supuesto. Unos y otros cuentan en sus filas numerosas solteronas, pues el matrimonio, preciso es confesarlo, está poco de moda en nuestro pueblo.

Si se la incita un poco, se la obliga a precisar: Mi hija no se casará más que con un forastero. En Aiglemont no hay posiciones... Todos aquí compadecen a esta pobre muchacha destinada a casarse con un forastero. Es cosa corriente, como un proverbio, que no hay en Aiglemont ninguna situación digna de la señorita Aimont, y la interesada, que es de mi edad, no es pedida con frecuencia en matrimonio.

Me contó entonces que había vigilado mis impresiones, que se había confiado al padre Tomás, y que la de Ribert había prestado su concurso a la conspiración. Este había pedido con la misma ocasión algunos datos sobre los descubrimientos arqueológicos hechos en Aiglemont, y la de Ribert había respondido tan bien, que el señor Baltet manifestó el deseo de venir a juzgar personalmente.

Me quedé muy pensativa después de la lectura de esta carta singular que tan bien concuerda con mis ideas... Genoveva, pues, no se había engañado; existe realmente un joven que piensa como yo en esta cuestión del matrimonio... ¡Lástima que el señor Baltet viva en Bellefontaine en lugar de vivir en Aiglemont!... En fin, qué le hemos de hacer...

Semejante disposición huele a feminismo dijo la abuela pensando todavía en la conversación del cura con la de Ribert. ¡El feminismo!... ¡El feminismo en Aiglemont! exclamó con horror el Señor Boulmet.

Demasiado inteligente para apreciar mucho esas estrecheces tan en boga en Aiglemont, la abuela cambió la conversación, que amenazaba ser funesta para los pobres Geraumont. ¿No hay ningún matrimonio en el horizonte? preguntó sabiendo que así complacía a todas aquellas señoras. La chica de Geraumont no es, sin embargo, la única joven casadera...

El señor Dumais, a ruego de Francisca, se ha desvivido por acompañarle y enseñarle las curiosidades de la población, y, en una palabra, todos han puesto de su parte para que el arqueólogo encuentre en Aiglemont algo más que la antigüedad... ¿Ha encontrado, verdaderamente?... ¿Se lleva una impresión seria y duradera?... ¡Cómo quisiera saberlo!...