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Colocado que hubo las armas, Alberto entró en negociaciones con el procurador de Felipe, conviniendo ambos en que los dos adversarios se colocarían a cuarenta pasos de distancia pudiendo avanzar cada uno hasta diez, lo que reducía el trayecto a veinte pasos.

Atacaba y pillaba al enemigo, pero cuando no encontraba adversarios a quienes acometer, o cuando él quería asegurar el éxito de una operación peligrosa, no tenía ningún género de inconvenientes en consumar actos de verdadera piratería, sin perder el aspecto venerable y majestuoso de su fisonomía, y aun llorando y cubriendo sus gavilanadas con palabras de humildad que parecían salir del fondo de su alma.

Al pasear Ojeda por la cubierta vio a los adversarios, uno en la terraza del fumadero y otro en el balconaje de proa, ostentando ambos en la cara, sin recato alguno, las huellas del choque nocturno. La banda se había dividido según sus opiniones y afectos, quedando un grupo en torno del alemán y otro junto al barón.

Watson, despreciando á los combatientes, había corrido hacia la marquesa, colocándose delante de ella en actitud defensiva, como si le amenazase algún peligro. Robledo miró á los dos adversarios. Contenido cada uno de ellos por un grupo, se insultaban de lejos, con los ojos inyectados de sangre y la lengua estropajosa.

Los mismos que poco antes parecían indignados en nombre de la civilización y la dulzura de las costumbres, lamentando la muerte del belga, torcían ahora el gesto cual si fuesen víctimas de una broma de mal gusto. «¡Farsantes!... ¡Alarmar a personas respetables con un desafío de morondanga!...» Sobre las ruinas de los dos adversarios, súbitamente caídos de la gloria, iba elevándose un nuevo héroe.

Este último era para ellos el detalle más precioso de su indumentaria. Podrían ir rotos y con las carnes más secretas al aire, pero sin un pañuelo rojo, ¡nunca! Era la señal del partido, el símbolo de los «colorados», así como los otros, los adversarios, llevaban siempre en el cuello un pañuelo blanco.

A alguien iban a tocar. Y como los adversarios permanecieran callados y era visible la impaciencia de los demás, Maltrana dio por fracasada su elocuencia. «Sea lo que el destino quiera...» Se quitó el sombrero con solemnidad teatral; inclinó la cabeza como si por delante de él pasase la fatalidad. Saludo a dos caballeros que van a morir.

Y llego ahora a la relación que directamente tiene, con el sentido general de esta plática mía, el comentario de semejante espíritu de imitación. Todo juicio severo que se formule de los americanos del Norte debe empezar por rendirles, como se haría con altos adversarios, la formalidad caballeresca de un saludo. Siento fácil mi espíritu para cumplirla.

Yo he tenido unos quince o veinte lances desde que dejé el servicio, y algunos, en verdad, bien desgraciados para mis adversarios; y, sin embargo, ¿habéis leído mi nombre alguna vez en la Gaceta de los Tribunales?

Si yo soy un mozo tan terrible como acabas de decir, haces mal en provocarme, pues debes estar segura de antemano de que te obligaré ó te aniquilaré... Ambos se miraron esta vez descaradamente como dos adversarios que miden sus fuerzas. Pero Lea bajó los ojos la primera y, bien por cálculo, bien por verdadera sumisión, respondió: No me amenace usted.