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Una pastora, llamada Amaranta, cuyo esposo ha muerto, se enamora de otro pastor denominado Jacinto; pero como éste la desprecia por otra, lo acusa aquélla del asesinato de su esposo, para forzarlo á elegir entre su mano ó la muerte; el pastor permanece fiel á su amada en trance tan mortal, hasta que Amaranta, conmovida de su firmeza, retira la acusación.

¡Mi propio hijo no me cree! ¡Mi propio hijo me acusa de falsedad! gimió la vieja. ¡He ahí el agradecimiento que obtengo hoy de mis hijos!

Si hubiera tenido un hijo ... ¡mío! le hubiera adorado! ¡Cuántas veces he llorado de pena y de cólera al pasar por los jardines donde jugaban los niños á la vista de sus madres!... La envidia, el pesar me oprimían el corazón y achacaba la responsabilidad de mis torturas al que había desbaratado mis proyectos y destruído mi porvenir. ¡Y eres el que me acusa de no haber amado! ¡!

Además, se le acusa a usted de haber asistido y tomado parte en varias reuniones que los conspiradores de Nieva han celebrado con asistencia del mismo fugado cabecilla y de otros varios reos políticos. En estas reuniones usted ha usado de la palabra alentando a la rebelión y suministrando ideas para que lograse éxito feliz.

Después de esta catástrofe experimenta la causante de ella remordimiento de conciencia; descubre la verdad, y se arroja á la calle desde el balcón; Fernán Ruiz, entonces, con el corazón traspasado, se acusa ante el Rey de su crimen, y le ruega, convocado un tribunal compuesto de nobles, que lo condene á muerte.

El señor Taylor acusa á cada paso de ignorantes á los españoles. No se comprende cómo el poco tiempo que ha estado aquí le ha bastado para examinarnos de todas las asignaturas y darnos calabazas. Los mahometanos y los judíos, esos que eran sabios; pero hicimos la barbaridad de expulsarlos. No cabe en este breve escrito contestar á las censuras del Sr. Taylor.

Usted le acusa de ser orgulloso é indiferente ... ¿Qué hubiese usted hecho en su lugar, usted, que ha perseguido por tan largo tiempo y persigue todavía con su odio al señor Roussel, por una afrenta mucho menor que la que usted ha infligido á Mauricio?... ¡He aquí lo que piensas! gritó la señorita Guichard exasperada. ¡Oh, mal corazón y espíritu perverso!

La he visto salir repuso el inglés . Por eso he entrado. Deseo saber... ¿Se sospecha de , señora condesa, se me acusa?... ¡Pues no se le ha de acusar, hombre de Dios!... dijo D. Pedro . Pues a fe que echó requiebros la señora doña María... y con mucha razón por cierto. Pues qué, robar a la señora doña Inesita, aun con consentimiento de la que se llama su madre...

Usted entonces se ha interpuesto en mi camino y me ha sacado de él y me ha extraviado. Ahora me zahiere, me burla, me acusa de liviano y de fácil: y al zaherirme y burlarme se ofende a propia, suponiendo que mi falta me la hubiera hecho cometer otra mujer cualquiera. No quiero, cuando debo ser humilde, pecar de orgulloso defendiéndome.

¡Oh! ¡y si te hablara ese sillón! dijo el tío Manolillo. Si el sillón calla, España acusa con la boca cerrada los resultados de los secretos que junto á este sillón se han cruzado entre un rey demasiado rey, y un fraile demasiado fraile. Pero al fin, don Felipe II... No era don Felipe III. En cambio, el padre Chaves, no era el padre Aliaga.