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La señora Chermidy, siempre bondadosa, acudió en su auxilio y le dijo: Soy yo quien le he entregado a los filisteos; es justo que sea yo también quien le libre de sus manos, pero con una condición. Acepto con los ojos cerrados, señora.

En fin, de todos modos me consta que es precioso el libro. Muchas gracias dijo el poeta secamente. Muchas gracias: no se moleste usted: yo se los enviaré. No acepto el regalo. En España son tan pocos los libros que se publican dignos de comprarse, que el presupuesto del más aficionado a las letras no padece mucha alteración aunque se proponga ser despilfarrador.

Sólo aceptó la infanta Isaura para no entristecer a su madre... Y el Papa mismo vino de Roma expresamente para casarlos, cabalgando sobre su caballo blanco y coronado con su tiara. Seguíalo un cortejo de rojas sotanas cardenalicias y violetas capas episcopales, tan largo y compacto como un río que baja de las cumbres.

Quiero por el perro cien duros y por el caballo diez reales. Acepto, dijo el hombre, porque el precio de los dos juntos es razonable. 30 La buena mujer dió a los parientes de su marido los diez reales que recibió por el caballo y conservó los cien duros que recibió por el perro. Así obedeció a su marido. Una vez había un pobre zapatero llamado Juan Bolondrón.

A pesar de estas trabas, aceptó el P. Quiroga este encargo, y despues de haber determinado con una prolija exactitud la posicion geográfica de los treinta pueblos de Misiones, y la de las ciudades de la Asumpcion, Corrientes, Santa , Colonia, Montevideo y Buenos Aires, redactó su mapa con los datos que le suministraron las relaciones editas é ineditas de los misioneros, cuando no le fué posible adquirirlos personalmente.

«Massenet, lo acepto pensó Miguel . Fué feliz, tuvo dinero, conoció la gloria en vida. ¡Pero Berlioz, que pasó sus años luchando con la propia pobreza y el desvío del público, haciendo guardia después de muerto á los millones del Casino!...» Luego miró más cerca, fijándose en la plaza que se abre ante el edificio. Un jardín redondo ocupa su centro.

Todo era abajo ruido, movimiento, órdenes confusas, broma, vacilaciones, unos que se quedaban y de repente preferían emprender el viaje, otros que se preparaban a ocupar un asiento en un coche y volvían a la casa prefiriendo «dormir en el suelo aunque fuera». Ripamilán desde luego aceptó la cama que le ofreció la Marquesa «para él solo».

Le presentó Artegui en silencio el brazo, y ella, dudosa al pronto, aceptó por fin, caminando ambos automáticamente en dirección al hotel. La mañana, un tanto encapotada, prometía temperatura menos cálida y más grata que la de la víspera. Corría regalado fresquecillo, y tras del celaje brumoso adivinábase la sonrisa del sol, como suele columbrarse el amor al través del enojo.

El Marqués aceptó y recogió la magnífica herencia de doña Luz. Don Gregorio se volvió a Madrid en seguida. Todo esto era naturalísimo. Lo que no lo era, porque venía a contrariar planes anteriores, conocidos ya de todos, era que el Marqués, en vez de llevarse a doña Luz a la corte, se volvió solo a los cuatro días de estar en el lugar, y se dejó en él a doña Luz, bastante delicada e indispuesta.

Buscando manera de pasar las horas de que disponíamos más dignamente que vagando por las calles, tropezamos al bajar la cuesta de Santo Domingo con el Teatro Real. Al instante se me ocurrió la idea de entrar: Teresa la aceptó inmediatamente, y a fin de que no reparasen en nosotros, tomamos entradas de paraíso.