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Y despertaba en Ojeda el orgullo sexual que duerme en el fondo de todo hombre; la fatuidad masculina, que se considera irresistible con sólo una mirada o una palabra de femenil aprobación; la fe ciega en el propio valer, que acepta como naturales y lógicas todas las aproximaciones, por inverosímiles que sean.

Y Pablo no acepta jamás la gratificación que es costumbre dar a los otros cazadores de fieras dañinas, sino que después de haber traído muertos al tigre, al lobo o al leopardo, o de haber avisado a los pastores en qué lugar queda tendido, se retira sin hablar más.

Finalmente, muchas veces acepta el cobarde pero seguro recurso de la fuga; asiste a la última cita, mostrándose tan rendido como en la primera, y desaparece groseramente, dejando tras la humillación y el despecho, que cierran las puertas a la reconciliación.

Ustedes, por lo que he oido, han tenido anoche una cena, no se escuse usted... ¡Es que yo no me escuso! interrumpió Isagani. Mejor que mejor, eso prueba que usted acepta la consecuencia de sus actos.

Pero mi madrina la condesa, en vista de tan ardiente devoción, quería hacerme monja; y el otro día, «las señoritas», recordando los deseos de su mamá, todavía me ofrecieron costearme el dote para que entrase en un convento. ¿Y usted acepta? preguntó el joven con visible ansiedad. ¡Yo...! No pienso en ello por ahora. Aquella santidad voló, creo que para siempre. Ahora soy mala, muy mala.

Villalonga y D. Baldomero no prestaban ni pizca de atención a los entusiasmos de su insufrible amigo, y se ocupaban en cosas de más sustancia. «Porque, figúrese usted... el Director del Tesoro acepta el préstamo en consolidado que está a 13... y extiende el pagaré por todo el valor nominal... al interés del 12 por 100. Usted vaya atando cabos...». Es escandaloso... ¡Pobre país!...

El Conde acepta la invitación, y acude á la hora prefijada al balcón de la Princesa; recíbelo la astuta dama con los vestidos de su señora, y responde con otras á sus frases amorosas, sin que él advierta el engaño. Repítense estas entrevistas, y con tan poco recato, que son de todos conocidas y llegan, á su vuelta, á noticia de Fernán Ruiz.

Estrechó entre sus dos manos la mía, y sin disimular su impaciencia, me dijo: ¿Dónde está? Le señalé la alcoba, y los dejé en libertad de hablar. La conferencia fue larga, al fin el padre Ambrosio salió profundamente conmovido y me llegó la vez de demostrar mi impaciencia. ¿Acepta? le pregunté.

Da entero crédito a cuanto te diga; óyele y atiéndele; y acepta y recibe sin el menor escrúpulo lo que te ofrezca y entregue». Que pase adelante ese caballero dijo doña Luz. Juana fue a buscarle, y D. Gregorio entró en la salita en que doña Luz estaba.

En su protesta gritaba el amor ardoroso, el amor irreflexivo y heroico, que acepta todas las penas á cambio de que el ser preferido siga existiendo. Pero á continuación, para que Julio no sintiese el engaño de una falsa esperanza, añadió: Vive; no debes morir; sería para un nuevo tormento... Pero vive sin . Olvídame.