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Y el anciano torna a mover la cabeza y exclama: La agonía de la muerte... Y sus palabras, lentas, tristes, en este pueblo sin agua, sin árboles, con las puertas y las ventanas cerradas, ruinoso, vetusto, parecen una sentencia irremediable. He visitado la casa en que, viejo, perseguido, amargado, expiró Quevedo.

Cuando yo desaparezca, prométeme que mirarás en el espejo, todos los días, al despertar y al acostarte. En él me verás y conocerás que estoy siempre velando por ti. Dichas estas palabras, le mostró el sitio donde estaba oculto el espejo. La niña prometió con lágrimas lo que su madre pedía, y ésta, tranquila y resignada, expiró a poco.

36 Y corrió uno, y empapando una esponja en vinagre, y poniéndola en una caña, le dio a beber, diciendo: Dejad, veamos si vendrá Elías a quitarle. 37 Mas Jesús, dando una grande voz, expiró. 38 Entonces el velo del Templo se rasgó en dos, de alto abajo. 39 Y el centurión que estaba delante de él, viendo que había expirado así clamando, dijo: Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios.

Lucía ansiaba llegar... pero la angustia de la caída la despertó, como sucede siempre en las pesadillas. A pocos días de haberse confesado Pilar, expiró. Fue su muerte casi dulce y del todo imprevista, en cuanto careció de agonía. Una flema mayor que las demás cortó su respiración algunos segundos, y apagose la débil luz de la vida en la exhausta lámpara.

Lleváronse a la niña; la marquesa y el jesuita se arrodillaron y comenzaron a rezar la recomendación del alma; a las once menos cuarto, sin ningún estremecimiento, sin verdadera agonía, sin soltar de las manos el crucifijo, abrió un poco la boca y expiró.

De pronto y en el momento en que Jenny pronunciaba las últimas palabras y emitía con punzante sentimiento las notas de la cadencia final, sus ojos se quedaron fijos, su cara se cubrió de mortal palidez, su brazo se levantó y trazó en el vacío un ademán de terror, la voz expiró en sus labios, y apoyada en el piano para no caer, la cantante permaneció inmóvil, aterradora en su actitud de trágico espanto.

Y la voz sorda de Lucía expiró en su garganta. Zumbábanle los oídos y giraban en torno suyo verja, paredes, plátano y yucas. Hay así en la vida momentos supremos en que el sentimiento, oculto largas horas, se levanta rugiente, y avasallador, y se proclama dueño de un alma.

Cuando mi madre expiró en mis brazos, él dio dos o tres paseos por el cuarto, y mirándome con unos ojos..., ¡Jesús, qué ojos!..., me dijo: «Se le harán los honores de tenienta generala muerta en campaña...». No puedo recordar estas cosas; me muero de pena. Fue preciso encerrarle aquí. Un pariente bastante acomodado que teníamos en el Tomelloso se condolió de y ofreció dar la pensión de segunda.

Se cercioró bien del número del palco y subió hasta colocarse detrás de la puertecita, y por un movimiento irreflexivo llamó con los nudillos de los dedos sobre ella. El mismo marquesito se levantó para abrir. Su semblante se dilató con una franca y cordial sonrisa. ¡Amigo Aldama, usted por aquí! Pase usted. ¡Cuántos deseos...! Pero la frase expiró en sus labios.

Sin hacerle caso aquella noche, ni aun darse cuenta de lo que el niño tocaba, la ilustre señora, solicitada de otros pensamientos y emociones más crudas y reales que las que produce la música, seguía mirando todo. No había visto aquellos objetos desde el día en que expiró su hija. La muerte estampaba su sello triste en todo. La falta de luz había dado a la tela de los muebles tonos decadentes.