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En ansí se salió de donde su padre estaba, considerando estas y otras muchas cosas; y cómo llegase á do sus dos buenos amigos estaban con su gente esperándole y tiniéndole avisado de la traicion que le tenian armada, pensando de le tomar descuidado, dijo allí á sus capitanes que hiciesen tres partes aquella gente, y que las dos dellas fuesen divididas, la una por la parte del camino, y la otra por la otra, y la otra que fuese allí con él; y que estas dos partes que ansí iban divididas, fuesen encubiertas lo más que ser pudiesen, y que él entraria por el camino y por medio del monte, y que diesen por do la emboscada; y como sus capitanes dijesen: C ac'ayacha yaque, que dice: ¡Á ellos, á ellos! , que luego su gente saliese, la que ansí iba cercando el monte, y que diesen en los enemigos, y que sin tener respeto á ninguno, no dejasen ninguno á vida.

Llegaría hasta las tapias de su huerto, entraría en él si le era posible y permanecería algunos minutos recogido y silencioso al pie de la casa, adorando las ventanas tras las cuales dormía la artista. Era su despedida.

Esta se vio algo confusa, sin saber cómo salir de aquel atolladero. «¡Ah!, ¿era usted?... No la esperaba... Pase y tome asiento». Fortunata, que iba vestida con mucha sencillez, entró como entraría una planchadora que va a entregar la ropa. Avanzaba tímidamente, deteniéndose a cada palabra del saludo, y fue preciso que Guillermina la mandase dos o tres veces sentarse para que lo hiciera.

Pero este reparo no me hace fuerza, considerando que dicho Roxas entraria por algun acaso á la tierra y ciudad de los Césares, como indio Peguenche, disimulado de los otros indios, y atendió solo á lo visible, sin detenerse en tales particularidades; y por la relacion tan sencilla que hace en su informe, se advierte que su cuidado se redujo á informar á Su Magestad ser cierto que habia tal ciudad de los Césares españoles.

En cambio el bueno de Mateo Mantoux tomaba dulcemente el sol. Como todos los señores se disputaban los quehaceres de los criados, el antiguo cerrajero se adjudicaba los ocios de un señor. Se informaba todas las mañanas de la salud de Germana, únicamente por saber si entraría en posesión muy pronto de sus 1.200 francos de renta.

No le gustaban los niños, pero como su marido había sido mal administrador, se vio pobre, y calculó con satisfacción, que la holgura entraría en su casa junto conmigo. ¡Que casa más fea! Grande, deteriorada y mal dirigida; en medio de un patio cuajado de estiércol, fango, gallinas y conejos.

Le odio, le detesto, no le tendría compasión aunque le viera asado en parrillas. Sólo por acabar con ese condenado, entraría yo en la conspiración. ¿Pues que te ha pasado con él? le preguntaron. ¿Qué me ha pasado? dijo Pinilla, lívido de cólera. Hace algún tiempo iba ese señor á Lorencini. Una noche hablaba yo en contra del absolutismo y de los frailes: todos me aplaudían, y él también.

Ella, la infeliz muchacha de «la calle», la chueta, habituada a ver a los suyos plegados y temerosos bajo el peso de un odio tradicional, visitaría estas ciudades, se mezclaría en los desfiles de riqueza, tendría francas las puertas que había contemplado siempre cerradas, y entraría por ellas apoyándose en el brazo de un hombre que le había parecido siempre la representación de todas las grandezas terrenales.

Los malos tratos y la violencia de las escenas que con su padre tenía a todas horas llegaron a tal extremo que un día declaró a su confesor hallarse resuelta a no padecerlos más tiempo. Tenía el propósito de entrar en el convento a despecho de todos los obstáculos que se le presentasen. Si el P. Gil la ayudaba en su empresa, se escaparía de la casa paterna y entraría inmediatamente en la de Dios.

Se quedaría sola, trasladaría su residencia al extranjero, entraría en un convento, tomaría otro amante, ¡todo, todo menos continuar unida a aquel pomito de ácido nítrico! Sin decirle una palabra ni avisar tampoco a ninguna de sus amigas, en cuanto se sintió con fuerzas para ello se trasladó un día al Sotillo.