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Proclo, agitando su báculo, traza en le aire círculos y otras figuras mágicas, y murmura entre dientes palabras ininteligibles. Óyese música celestial, lenta y sumisa. ASCLEPIGENIA Y ATENAIS. ¡Qué portento!

Osorio hizo un movimiento para arrojarse detrás de ella; pero reponiéndose instantáneamente gritó más que dijo para que le oyese bien: ¡Es claro! soy un puerco porque no quiero mantener señoritos hambrientos. ¡Que los mantengan las viejas que los utilizan! Después de proferida esta ferocidad quedó satisfecho al parecer, porque en sus labios se dibujó una sonrisa de triunfo y sarcasmo.

Cuando su padre volvió las espaldas y estaba un poco lejos, dejó repentinamente aquella postura, y agitando frente a él los puños con frenesí, exclamó con voz sofocada a fin de que no le oyese: ¡En mi cara mando yo! Todos guardaron silencio, incluso doña Martina, ante la cólera del alférez. Sólo Eulalia se atrevió a decir solemnemente: Eso, Enrique, está muy mal hecho: papá tiene razón...

Sin un leve instante de reposo, Tiburcio tocó en la puerta con el pomo de su espada y gritó alto para que le oyese quien estaba dentro: ¡Urbási! ¡Urbási! Abre. Ten confianza en nosotros. Venimos a salvarte. La puerta se abrió enseguida y Urbási se mostró bajo el dintel, serenamente hermosa, como una aparición del cielo. Desalumbrado, extático quedó Morsamor al contemplar de cerca tanta hermosura.

Se inclinaba hacia ella como si no la oyese bien, y Nélida, por su parte, descansó un brazo en el sillón de Fernando, gozosa de sentir su epidermis en casual contacto con una de sus manos. Hablábanse sin mirar a los que transcurrían junto a ellos, sin reparar en sus ojeadas de sorpresa y sus cuchicheos de comentario.

En el momento en que el mozo oia lo que cada comensal le encargaba, lo anunciaba gritando desaforadamente como era necesario para que le oyese el cocinero, á una distancia de cuarenta ó cincuenta pasos. De modo que si pedian á un tiempo de comer varios comensales, los respectivos mozos gritaban á la vez; aquellos gritos se confundian y formaban un guirigay y un clamoreo que nos atolondraba.

Suena el lento y ruidoso rodar de un carro; luego el campanilleo de las burras de leche; óyese a lo lejos el vocear de un pobre vendedor ambulante; y por los resquicios y rendijas del balcón penetra, en hilos plateados, la clara luz del día. Don Juan despierta y se arroja del lecho abajo, restregándose los ojos. Todo ha sido un sueño mentiroso.

Aquél y Emilio cambiaron una mirada maliciosa. Irenita, la joven casada, se ruborizó. Te están haciendo vieja, Pepa. Acuérdate que eres abuela respondió la señora de Calderón. ¡Qué abuela tan rica! exclamó por lo bajo Cobo, aunque con la intención de que lo oyese la interesada. Esta le echó una mirada entre risueña y enojada, demostrando que había oído y lo agradecía en el fondo.

La transacción le costó al clérigo humillarse hasta el polvo, una abdicación absoluta. Vivieron en paz en adelante, pero él vio siempre en ella a su señor de horca y cuchillo; tenía su honor en las manos; podía perderle. No le perdió. Pero una noche, cuando el cura cenaba, tarde, después de estudiar, Paula se acercó a él y le pidió que la oyese en confesión. Hija mía ¿a estas horas?

Pero este, tan sereno cual si se oyese nombrar en los términos más lisonjeros, me dirigió con gravedad las siguientes palabras: Caballero, el carácter de usted y la viveza y espontaneidad de sus contradicciones y réplicas, me seducen de tal manera, que me siento inclinado hacia usted, no ya por la simpatía, sino por un afecto profundo. Amaranta y doña Flora no estaban menos asombradas que yo.