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Es que sentía un cierto consuelo en confeccionar ropas de niño y en suponer que aquellas mangas iban a abrigar bracitos desnudos. Ya había hecho dos visitas al asilo de la calle de Alburquerque y acompañado una vez a Guillermina en sus excursiones a las miserables zahúrdas donde viven los pobres de la Inclusa y Hospital.

En ranas dijo el mismo autor, en Las Zahurdas de Plutón, haberlas visto convertidas: «Así supe como las dueñas de acá son ranas del infierno, que eternamente como ranas están hablando, sin ton y sin son, húmedas y en cieno, y son propiamente ranas infernales; porque las dueñas ni son carne ni pescado, como ellas. Calderón, en la jorn.

Parecía que con la joven señora entraban en cada rincón de los Pazos la alegría, la limpieza y el orden, y que la saludaba el rápido bailotear del polvo arremolinado por las escobas, la vibración del rayo de sol proyectado en escondrijos y zahurdas donde las espesas telarañas no lo habían dejado penetrar desde años antes.

Contempla ahora ese callejón incongruente, hacinamiento de zahurdas, que no viviendas, vergonzoso vestigio de tiempos ignorantes y supersticiosos. Quienes levantaron esas casas no pensaban vivir en ellas de asiento, sino de paso, de tránsito, mientras ganaban el cielo. No les preocupaba el estar, sino el superestar, el sobrevivir en el otro mundo.

Ella aconseja a los rufianes que asesinen a las rameras, después de amarse dolorosamente, en las zahurdas tenebrosas, para que ría el Diablo, padre de las rameras y de los asesinos. La Dama de la Noche entiende las palabras misteriosas que susurran en el fondo de mi alma, sin asomar jamás al labio.

Así que, no pudiendo sufrir la existencia en este, que le parecía lugarón sombrío y desabrido, se trasladó á la capital sin permiso de su madre ni dar cuenta siquiera á su hermana. Vagó algunos días por las zahurdas y lupanares. Velázquez supo que estaba allí y se lo previno á Soledad lleno de enojo.

El más lamentable era Paul Verlaine, vagabundeando por las zahurdas del París nocturno, borracho de ajenjo. El poeta de La cabeza de fauno se sentaba junto a un vaso del glauco veneno con una hoja de papel. A veces garrapateaba algunos versos, musitando palabras confusas, o bien arrojaba la pluma con rabia, se retorcía las manos o las agitaba en el aire, con estremecimientos de epilepsia.