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Algunos marchaban á su encuentro en línea recta, como si no le viesen, y tenía que apartarse para no ser volteado por este avance mecánico y rígido. Al fin se refugió en el pabellón del conserje. La mujer le veía con asombro, caído en un asiento de su cocina, desalentado, la mirada en el suelo, súbitamente envejecido al perder las energías que animaban su robusta ancianidad.

La torre era un torreón de guerra coronado todavía de almenas: su vieja campana había volteado en otro tiempo con la fiebre del rebato. Esta iglesia, en la que los payeses del cuartón entraban a la vida con el bautismo y salían de ella con la misa de difuntos, había sido durante siglos el refugio de sus pavores, la fortaleza de sus resistencias.

Gallardo toreó, mató, fue volteado por un toro, sin sufrir heridas, y tuvo al público en continua angustia con sus audacias, que las más de las veces resultaron afortunadas, provocando colosales berridos de entusiasmo. Ciertos aficionados respetables en sus decisiones sonreían complacidos. Aún le faltaba mucho que aprender, pero tenía corazón y buen deseo, que es lo importante.

En otro lado de la plaza, el viejo magistrado sonreía enternecido al través de su barba blanca, admirando la valentía del muchacho y lo bien que le sentaba el traje de «luces». Al verle volteado por el toro se echó atrás en su asiento, como si fuese a desmayarse. Aquello era demasiado fuerte para él.

Para no caer, quiso agarrarse á una cuerda, á un madero, á cualquier objeto fijo; pero su movimiento fué inútil: se sintió arrastrado, volteado, golpeado en una obscuridad mugidora y giratoria. Un frío mortal paralizó sus miembros. Sus ojos cerrados vieron un cielo rojo, un cielo de sangre con estrellas negras.

Abierta la puerta, estuve á punto de ser volteado por Mervyn que se precipitó por entre mis piernas, y vi á la señorita Margarita que se ocupaba en atar las riendas de su caballo á las barras de un cercado. Buenos días, señor me dijo sin mostrar la menor sorpresa por hallarme allí. Luego, levantando en su brazo los largos pliegues de su saya talar, entró en el jardín.

Invariablemente llevaba la mano izquierda apoyada en la reluciente empuñadura del machete, la derecha suspendida por el pulgar en la parte delantera del cinturón, jugando como al descuido con la cadena virgen seguramente en poder del cabo , el kepí volteado con aire coqueto sobre la oreja y echando sombra sobre un ojo de color blanquizco, que parecía hacerle guiños a una nariz arremangada y carnuda, que emergía de entre unos bigotes semirrubios y enmarañados, que eran el orgullo de su propietario.