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Oigamos las impresiones primeras de Martí, en los campos de Cuba libre: «Hasta hoy no me he sentido hombre. He vivido avergonzado y arrastrando la cadena de mi patria, toda mi vida. La divina claridad del alma aligera mi cuerpo.

No vayamos a las declamaciones, amigo Valle: la pena de muerte debe de subsistir mientras haya criminales que la merezcan. V. es muy joven, querido, y tiene las ideas generosas, pero irreflexivas, propias de la juventud. Cuando V. haya vivido más, verá que no puede gobernarse con el corazón, sino con la inteligencia.

Sin duda ya era tarde, pero aunque no pudiera seguir amándole, debemos creer que habría vivido ciertamente tranquila, si no serena. Fuera de eso, no existía el bien para ella.

Había tratado en vano de guiar él mismo los primeros pasos de su hija adoptiva para la instrucción. Ahora que era grande, Silas había tenido ocasión a menudo, en esos momentos de apacible confidencia que se presentan a las personas que viven juntas en un afecto perfecto, de hablar también del pasado con ella; de decirle cómo y por qué había vivido solo hasta que ella fuera enviada.

Cuando salía en su busca, cuando tenía necesidad de verla, estaba seguro de encontrarla en alguna iglesia, de rodillas, humillada ante Dios. ¡Cuántas veces, sin que ella le viera, había entrado a verla en aquellos silenciosos lugares, y cuántas horas inefables había vivido así!

Había vivido aquélla maritalmente durante algunos meses con un amigo suyo, «compañero de la prensa»; luego la había encontrado de corista en un teatro por horas y en varias fiestas nocturnas o matinales en los entresuelos de Fornos y en las Ventas.

Hasta hace unos meses vivía en Liverpool humildemente, estaba de empleado en un almacén e iba a casarme, cuando conocí a un viejo irlandés, hermano de la madre de mi novia. Este irlandés se llamaba Patricio Allen. ¡Patricio Allen! exclamé yo . ¡El que ha vivido tanto tiempo aquí! El mismo.

Era de ver aquel viejo de cascos ligeros, tonto y baboso, que había vivido dominado por una vieja perversa casi toda su vida, al lado de una criatura, llena de vida, de juventud y de belleza, creyéndose capaz, el pobre, de haberle inspirado una pasión.

Desde su regreso á Europa, le asaltaba con frecuencia el recuerdo de Federico y de su mujer, por la razón de haber vivido con ellos durante su última permanencia en París y haber emprendido juntos de aquí el viaje á América. Además, este ingeniero pobre que iba á visitar evocaba en su memoria al otro compañero de estudios.

De repente, sus cabellos se pusieron blancos como la nieve, su rostro se cubrió de arrugas, y sus espaldas se encorvaron como las de un hombre decrépito. Después le faltó el aliento. Y al fin cayó muerto en la playa. ¡Pobre Urashima! Murió por atolondrado y desobediente. Si hubiera hecho lo que le mandó la Princesa, hubiese vivido aún más de mil años.