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No de la Condesa, a mi parecer, porque ésta no amaba ya al Príncipe sino a usted. ¡Ni tampoco ciertamente del Príncipe, que no amaba ya a la Condesa, sino a ella!... ¿Y él mismo, siendo esta la condición de las cosas, qué motivo habría tenido para cometer ese delito?... Por otra parte, usted ha invocado el testimonio de la criada para confirmar su acusación. ¿Cómo se explica usted que esta mujer, apenas viera el cadáver, dijera que su patrona, al matarse, había puesto en práctica un antiguo propósito?

Apartar no podía del pensamiento la consternación de su señora infeliz, cuando viera que pasaban horas, horas... y la Nina sin parecer. ¡Jesús, Virgen Santísima! ¿Qué iba a pasar en aquella casa? Cuando no se hunde el mundo por sucesos tales, seguro es que no se hundirá jamás... Más allá de las Caballerizas trató nuevamente de enternecer con razones y lamentos el corazón de sus guardianes.

Acordose de que Jacinta había querido recoger a otro niño, creyéndolo hijo de su marido... «¡Y mío...! ¡creyéndolo el mío!». Desde la altura de esta idea, se despeñó en un verdadero abismo de confusiones y contradicciones... ¿Habría hecho ella lo mismo? «Vamos, que no... que ... que no, y otra vez que ...». ¡Y si el Pituso no hubiera sido una falsificación de Izquierdo; si en aquel instante, en vez de mirar allí a la niña de Mauricia, viera a su pobre Juanín...! Le entraron tan fuertes ganas de echarse a llorar, que para contenerse evocó su coraje, tocando el registro de los agravios, segura de que le sacarían del laberinto en que estaba. «Porque me quitaste lo que era mío... y si Dios hiciera justicia, ahora mismo te pondrías donde yo estoy, y yo donde estás, grandísima ladrona...». No siguió, porque Jacinta, no pudiendo resistir más las ganas de entablar conversación, la miró otra vez y le hizo esta preguntita: «¿Qué tal estuvo la Comunión?

Jacinta, al fin, metió la mano en su seno, sacó lo que el muchacho deseaba, y le miró segura de que se desenojaría cuando viera una cosa tan rica y tan bonita... Nada; cogió entonces la cabeza del muchacho, la atrajo a , y que quieras que no le metió en la boca... Pero la boca era insensible, y los labios no se movían. Toda la cara parecía de una estatua.

Cualquiera que despertara súbitamente a la razón y se encontrase en el departamento de pobres, entre turba lastimosa de seres que sólo tienen de humano la figura, y se viera en un corral más propio para gallinas que para enfermos, volvería seguramente a caer en demencia, con la monomanía de ser bestia dañina. ¡En aquellos locales primitivos, apenas tocados aún por la administración reformista, en el largo pasillo, formado por larga fila de jaulas, en el patio de tierra, donde se revuelcan los imbéciles y hacen piruetas los exaltados, allí, allí es donde se ve todo el horror de esa sección espantosa de la Beneficencia, en que se reúnen la caridad cristiana y la defensa social, estableciendo una lúgubre fortaleza llamada manicomio, que juntamente es hospital y presidio! ¡Allí es donde el sano siente que su sangre se hiela y que su espíritu se anonada, viendo aquella parte de la humanidad aprisionada por enferma, observando cómo los locos refinan su locura con el mutuo ejemplo, cómo perfeccionan sus manías, cómo se adiestran en aquel arte horroroso de hacer lo contrario de lo que el buen sentido nos ordena!

Como empezaba á clarear y viera á su abuelo sentado en un rincon, siguiendo con los ojos todos sus movimientos cogió su tampipi de ropas, se acercó sonriendo á besarle la mano. El viejo la bendijo sin decir una palabra. Ella quiso bromear. Cuando el padre vuelva le direis que al fin me he ido al colegio: mi ama habla español. Es el colegio más barato que se puede encontrar.

No la contrariaba su presencia por desamor, sino por un sentimiento bien diferente: temía verse contemplada por él a distinta luz que antes, y la espantaba la idea de no valer a sus ojos todo lo que había valido hasta entonces. Quería verle, deseaba verle, y verle sin cesar; pero de modo que él no la viera a ella.

Don Fermín quedó satisfecho del vestido, aunque no de que fuéramos al baile. El vestido, según pudo entrever acercando los ojos a la celosía del confesonario, era bastante subido, no dejaba ver más que un ángulo del pecho en que apenas cabía la cruz de brillantes, que Ana llevó también a la Iglesia para que se viera cómo hacía el conjunto.

«No, eres la que tienes que probar que lo has parido... Pero no pienses locuras, y tranquilízate ahora, que mañana hablaremos». ¡Ay, mamá! dijo la nuera enterneciéndose . ¡Si usted le viera...! Barbarita, que ya tenía la mano en el llamador de la puerta para marcharse, volvió junto a su nuera para decirle: «¿Pero se parece?... ¿Estás segura de que se parece?...». ¿Quiere usted verlo?, o no.

Antes de la mitad del viaje, el Nacional, con sus veinticinco años de fidelidad casera, excusaba las debilidades del matador, explicándose sus entusiasmos. ¡El que se viera en el propio caso, y haría lo mismo!... ¡La instrucción!... Una gran cosa, capaz de infundir respetabilidad hasta a los mayores pecados.