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Una vez sola había estado en la capital montañesa, disfrazando con el deseo de pisar «la tierra de mis mayores», como diría mi padre, la tentación de veranear en aquel puerto que comenzaba a ser «elegante». Atravesando en ferrocarril la cordillera cantábrica casi por encima de las fuentes del Ebro, recordé que «por allí», no sabía si a la derecha o a la izquierda, debía de andar mi casa solariega, en algún repliegue de aquellos montes encapuchados de neblinas y ceñidos de negros robledales.

Hace cerca de veinte días que no viene a verme. ¿Se habrá ido a veranear sin despedirse de ?... ¿Creerá que soy una impostora?... Esta idea me mata. Ahora, bajo mi pisatela, acorto el punto, dándole una vuelta al tornillo..., atiende bien..., y después de aflojar un poco el hilo superior, empiezo. Anda, maquinita, que a casa vas... ¡Qué idea me ocurre! Dios de mi vida, si viniera...».

Así fué que en el verano pasado con mis cansados huesos en la histórica y hoy muerta ciudad de Alcalá del Río, en lugar de marcharme, como hubiera deseado, a veranear a la costa. Estaba yo en vísperas de contraer matrimonio, y aunque el sueldo que disfrutaba no era corto, no desperdiciaba medio alguno de hacer economías.

Toda persona elegante que se respeta debe ir a veranear. Es una ordinariez quedarse en Madrid el verano.

Allí estaban casi todos los jóvenes periodistas, empleados y poetas; cuanta cursi hay en Madrid, esto es, todas las señoras y señoritas de poquísimo dinero que aspiran a ser notadas o conocidas en la buena sociedad, o dígase en la sociedad de más dinero, por mala que sea; muchas familias honradas de la clase media, sin otras aspiraciones que las de aspirar el aire fresco y distraerse un poco oyendo la música; las suripantas o hetairas de todos los grados y categorías, con tal de haberse encontrado poseedoras de una peseta a la hora de entrar; multitud de hombres políticos notables de los quince o veinte partidos que hay en España; un centenar de generales; no pocos diputados, senadores y ministros, y, por último, aquella parte del beau monde que aun no había salido a veranear, que prometía salir, o que se hallaba tan segura de su crédito de pudiente, que no temía comprometerle pasando en Madrid un verano.

Costumbres y usos del verano antiguo sevillano han desaparecido en mucho; únicamente queda el calor sofocante y abrumador, el sol de fuego que abrasa y del que protestan los que no salen á veranear, como seguramente protestarían nuestros padres y abuelos.

Enterada doña Lupe, en aquellos secreteos que con su amiga Casta tenía, de que los de Santa Cruz se habían marchado a veranear, tomó pie de esta circunstancia para endilgarle a su sobrina otro discurso, aunque en tono menos catilinario que los anteriores.

Pasaré a Budapest, y regresaré por el Tirol austriaco y la Suiza. Y ¿qué piensas hacer en tus vacaciones? Todavía no si las tendré. Tu padre y yo no podemos dejar a un mismo tiempo la fábrica. El señor Aubry me ha parecido algo fatigado en estos últimos días; desearía que descansase de una manera continua, en vez de veranear, como el año pasado, yendo y viniendo de Etretat a Creteil.

Los millones de años que llevamos de vida y los que esperamos vivir aún, serán para él una primavera. Acaso, cuando vuelva él de veranear o de bañarse en algunos baños de su mundo, encuentre ya el nuestro desolado y hecho ruinas, y extinguida, nuestra efímera raza. Pero no tendrá razón. Lo importante es la inteligencia, la cual no se mide por varas, ni por kilómetros, ni por diámetros terrestres.

»40 pesos para las comidas que tendríamos que devolver. A Susana le gustaba la sociedad. »20 pesos para accesorios de pintura, bordado, música, etc. Susana tenía tantas habilidades... »80 pesos para veranear. A Susana le gustaban los viajes. »20 pesos para las buenas obras. Susana daba su óbolo a todo el que se lo pedía.