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En la proa de la barca estaba el tío Ventolera, viejo marinero que había navegado en buques de diversas naciones, y era el acompañante de Jaime desde que éste llegó a Ibiza. «Cerca de ochenta años, señor», y no dejaba un solo día de embarcarse para pescar. Ni enfermedades ni miedo al mal tiempo. Tenía el rostro curtido por el sol y el aire salitroso, pero con pocas arrugas.

La ausencia del Ferrer cuando él se había presentado en la fragua y la calma de la noche anterior daban que pensar a Jaime. ¿Estaría herido el verro? ¿Le habría alcanzado alguna de sus balas?... Pasó la mañana en el mar. El tío Ventolera le llevó hasta el Vedrá, alabando la ligereza y otros méritos de su barca.

A trechos agrupábanse, formando abanicos, largas y estrechas valvas de mariscos que tenían la transparencia acaramelada del carey. Eran regalo del tío Ventolera, así como dos caracolas enormes que adornaban la mesa, blancas, erizadas de púas y con el interior de un rosa húmedo, como el de la carne femenil.

Febrer iba de pesca con el tío Ventolera muchos días de mal tiempo. El viejo conocía bien su mar. Algunas mañanas que Jaime se quedaba en el lecho viendo filtrarse por las rendijas la luz lívida y difusa de un día tempestuoso, tenía que levantarse apresuradamente al oír la voz de su compañero, que «cantaba la misa» acompañando los latinajos con pedradas a la torre. «¡Arriba!

Los días que no le despertaba al romper el alba el tío Ventolera cantando la misa desde la playa o subiendo la colina para lanzar unas cuantas piedras contra la puerta de la torre, el solitario permanecía en su jergón hasta bien entrada la mañana. Llegaba a sus oídos la voz monótona del mar, la gran madre arrulladora.