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A una regular profundidad, veían el principio de la cubierta del comedor: un entarimado húmedo, en el que descansaban los brazos de dos grúas con sus articulaciones de ruedas dentadas, y del que surgían varios trombones de ventilador pintados de blanco con la garganta escarlata.

Mirando a lo alto, se encontraban con la boca de un tubo enorme que subía y subía, pulido y circular como el interior de un telescopio, con gran parte de su redondez de intestino sumida en la obscuridad y un débil resplandor de tragaluz allá en lo alto, junto a la boca curva e invisible. Era un ventilador de los que alzaban sus trombones amarillos sobre las diversas cubiertas.

Fernando creyó morir entre la alfombra y los muelles del diván incrustados en su espalda. El calor era sofocante en este encierro, lejos del ventilador y de la brisa que entraba por el tragaluz. Apenas quedó acoplado en tal in pace, sintió que le dolían todas las articulaciones y que su pecho se aplastaba contra el entarimado como si fuese a romperse.

Las pasiones anteriores enmudecían. Nadie osaba insinuar una petición por miedo a verla aceptada, teniendo que descender a la asfixiante penumbra del camarote removida por el aleteo del ventilador. Y fue en esta hora cuando Ojeda entabló su cuarta conversación con Mina Eichelberger. Habían cruzado la palabra por vez primera en la tarde anterior, al avistar el buque las islas de Cabo Verde.