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¡Claro, como que nació de cabeza! gritó D. Venancio, que estaba al otro lado del lecho, con los brazos remangados, con algunas manchas de sangre en la camisa y en el levitón, sudando, muy semejante a un funcionario del Matadero. ¡Pero estuvo mucho tiempo coronado..., Bonis! , siglos dijo el médico. A ti no se te dijo; se te hizo marchar; pero hubo peligro, ¿verdad, D. Venancio?

Yo me he adelantado a esperarlo. Al oír estas palabras, y ante el aplomo con que fueron dichas, experimentó Guruceta una conmoción extraña, y decididamente temió tener que habérselas con un alma de la otra vida. Que no se moleste en venir fray Venancio dijo tartamudeando . Es posible que, con tanto asunto como tengo en esta cabeza, haya olvidado que me dió dinero.

Dormía una noche tranquilamente el padre Antolín y despertó sobresaltado sintiendo una mano fría que se posaba en su frente. Un cerillo encendido bajo una imagen de la Virgen Protectora de Cautivos esparcía, en la celda, débiles y misteriosos reflejos. A la cabecera de la cama, y en una silla de vaqueta estaba sentado fray Venancio.

Algunas horas después, cuando había desaparecido de allí D. Venancio y todo el aspecto de matanza, o por lo menos de cosa sucia que tenían aquellos grandes lances vistos de cerca, Bonis consintió que Emma volviera a hablar largo y tendido, y hasta intervinieron en la conversación los parientes y amigos. ¡Qué de recuerdos evocaba la de Valcárcel! Pero todos eran de la línea materna.

Julián sacó del libro del abad una jaqueca tremebunda. Bendijo la memoria de fray Venancio, que, más radical, no dejara ni rastro de cuentas, ni el menor comprobante de su larga gestión. Había puesto Julián manos a la obra con sumo celo, creyendo no le sería imposible orientarse en semejante caos de papeles.

Esto era otra cosa; un sentimiento austero, algo frío, poético, eso , por el misterio que le acompañaba; pero más tenía de solemnidad que de nada. Era algo como una investidura, como hacerse obispo; en fin, no era una alegría ni una pasión. Y daba vueltas Bonis en su lecho, impaciente, como en un potro, conteniéndose tan sólo por cumplir el racional precepto de D. Venancio.

«Claro, hay que descansar; puede parir esta noche, o no parir hasta mañana... o hasta pasado. Pueden ser todos estos gritos falsa alarma. ¡Buena es ella! Si no fuera porque don Venancio ha tocado la criatura.... todavía me escamaba yo. Pero, de todas suertes, Emma es capaz de quejarse de los dolores un mes antes de lo necesario. , durmamos.

Doña Celestina, la matrona matriculada, que había venido por consejo de D. Venancio; el marido de la partera, D. Alberto, que también andaba por allí; Nepomuceno, Marta, Sebastián y hasta el campechano Minghetti, si bien este le miraba a ratos con ojos que parecían revelar cierto respeto y algo de pasmo.

Al pensar así, había en el ánima de nuestro buen religioso su puntita de envidia. Y esto era lo que le escarabajeaba a fray Venancio, y lo que hizo voto de realizar en pro del decoro de su comunidad. El padre Antolín, para quien el padre Venancio no tenía secretos, creyó irrealizable el propósito, pues los lienzos no los pintan ángeles, sino hombres que, como el abad, de lo que cantan yantan.

Según el cálculo de ambos frailes, eran precisos diez mil duros por lo menos para la obra. El padre Venancio no se descorazonó, y contestó a su compañero que con fe y constancia se allanan imposibles y se realizan milagros. Y entre ellos no se volvió a hablar más del asunto.