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Tendría el presbítero unos treinta y cuatro o treinta y seis años de edad, de tez morena acentuada, ojos grandes y negros y manos velludas. Pregunté a Joaquinita quién era, y supe que se llamaba D. Alejandro y que desempeñaba un destino en la catedral.

Apenas llegado, Aixa tanteábale con horror sus ropas velludas y espesas, ofreciéndole, en cambio, para aquellas horas de placer, alguna vestidura de seda, alguna delgadísima túnica de cendal, perfumada de almizcle. Sus pies conocieron la holgura de las babuchas. Sus cabellos el halago de la gaza, con que ella se los circundaba indefinidamente, hasta prenderla por delante con empenachado joyel.

Vi presentarse luego en la ventana abierta un enorme perro de Terranova, que puso sobre la barra de apoyo su hocico leonino entre sus dos velludas patas: un instante después apareció una joven de elevada estatura y seria fisonomía, cuyo rostro, un poco bronceado, estaba rodeado de una masa espesa de cabellos negros y lustrosos.

Recorría sus posesiones en la pequeña Rusia, y un niño, hijo de un mujik, que le servía de guía, iba explicándole las cualidades de los árboles y hierbas: al pasar por delante de un verde matorral, el chico señaló una planta pequeña, de hojas largas y velludas, y le dijo: «Este es beleño, un veneno tremendoEntonces, rápidamente, sin dar a su guía el tiempo de acercársele, no ya de impedir el acto, arrancó cuantas hojas pudo coger su mano y las devoró.

Los muros hasta la altura de un hombre, estaban ennegrecidos por el mismo roce indolente que adelgaza los pilares de las mezquitas. El converso, con sus velludas piernas cruzadas sobre el mostrador, llamaba a los compradores golpeando con fuerza el platillo de su balanza de cobre.

Diera yo aquí de buena gana un modelo de esos diálogos ó de esas relaciones; pero me abstengo de hacerlo, porque no puedo copiar junto á las palabras los ademanes, las inflexiones de la voz, la expresión de los ojos ... y la de las manos; señor, la de aquellas manos robustas, velludas, entreabiertas siempre y accionando de un modo tan pintoresco como elocuente.

D. Cristóbal Mateo, a quien apodaban de este modo en el pueblo, era un antiguo empleado que había servido muchos años en Filipinas, y que estaba jubilado hacía ya algunos, con treinta mil reales. Tenía porte militar, una figura realmente marcial con sus bigotazos blancos, ojos saltones, cejas espesas y velludas manos. Sin embargo, en todos los dominios españoles no existía hombre más civil.

El viajero que tenía enfrente era un hombre pálido, de cuarenta a cincuenta años, bigote negro y manos flacas y velludas; el que se sentaba más allá era un caballero rechoncho, de ojos grandes y saltones, con unas cortas patillas entrecanas que le bajaban poco de la oreja, fisonomía abierta y risueña, mientras el otro parecía, por la expresión recelosa y sombría de sus ojos, hombre de carácter oscuro y malhumorado.

Rosita, ve por lo otro. Rosita, sube sobre este banco y alcánzame aquellos zapatos. Rosita, átame esta cinta. Rosita, pégame el botón de la camisa.» Y cuando iba y cuando venía y cuando subía y cuando bajaba, las manos amarillentas y velludas de D. Jaime la pellizcaban, la sobaban, la mimaban y la estrujaban.

Los fieles aprovecharon este momento para estornudar, sonarse, toser, bostezar, suspirar, volverse de un lado y de otro... Después se hizo el silencio... ¡el más profundo silencio! El predicador avanzó hasta el borde del púlpito, apoyó en él sus manos huesudas y velludas; sus ojos brillaban bajo sus espesas cejas rojas y su boca esbozaba una singular sonrisa... después comenzó: *