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La Semana Santa llegó. Los días se redoraban en la primera sonrisa del año, y los árboles reventaban sus yemas, sus yemas rubias y vellosas como los pequeñuelos de las aves. La ciudad, invadida por las gentes de los contornos, resonaba como una colmena. La mañana del miércoles Ramiro vio cruzar la plazuela, sobre hermoso rocín, a su antiguo rival Gonzalo de San Vicente.

¡Pillo! ¡Hereje!... ¡Descamisado!... exclamaba doña Bernarda. Pero lo decía en voz muy baja y con cierto miedo, pues aquellos tiempos eran malos para la casa de Brull. Rafael recordaba que su padre mostrábase por entonces más sombrío que nunca, y apenas salía del patio. A no ser por el respeto que inspiraban sus garras vellosas y el entrecejo tempestuoso, se lo hubieran comido.

Bajo las frondosidades de esta selva minúscula y alentados por la seguridad de su guarida, crecían y se multiplicaban toda suerte de bichos asquerosos, derramándose en los campos vecinos: lagartos verdes de lomo rugoso, enormes escarabajos con caparazón de metálicos reflejos, arañas de patas cortas y vellosas, hasta culebras, que se deslizaban á las acequias inmediatas.

21 E Isaac dijo a Jacob: Acércate ahora, y te palparé, hijo mío, si eres mi hijo Esaú o no. 23 Y no le conoció, porque sus manos eran vellosas como las manos de Esaú; y le bendijo. 24 Y dijo: ¿Eres mi hijo Esaú? 26 Y le dijo Isaac su padre: Acércate ahora, y bésame, hijo mío.