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Desde el interior del cuarto, sólo se veía el muro de la torre de la Catedral, pues la calle que mediaba era sumamente estrecha; pero cuando me asomé al balcón, grata fué mi sorpresa al hallar que había delante del famoso templo una plazoleta con árboles, y que como aquella era la parte más alta de la ciudad, dominaba la vista las extensas y pintorescas vegas del contorno.

Cada mañana desde mi ventana veía enfrente las blancas lonas, ligeramente tintas por la aurora, de un sinnúmero de barcos mercantes que aguardaban la brisa favorable para partir. Allí, el Gironde no tiene menos de tres leguas de ancho: tan solemne como los grandes ríos americanos, ostenta, sin embargo, la animación de Burdeos.

Quería llegar a tiempo a la novena de San Ramón Nonnato que se celebraba hacía días en la iglesia de San Pedro. Allí veía a Maximina, a la cual estaba ligado por una simpatía irresistible.

Usted no lo creyó porque no veía el mal que interiormente le mataba. Su sobrino de V. es harto sufrido y sabe disimular. ¡Ojalá no hubiera disimulado tanto y hubiéramos podido llegar a tiempo! ¿Qué, entiende V. que no es tiempo ya? Señor D. Acisclo, usted quiere de corazón a su sobrino; pero usted es valeroso y entero de alma. ¿Para qué rodeos? Menester es que lo sepa V. todo.

Yo también tengo que hablarte, dijo Carrascosa, aplicando el ojo á la cerradura por probar si veía algo. Doña Leoncia no tardó en arreglarse: se ciñó el corsé, se puso las últimas horquillas, se aplicó dos ó tres alfileres al pecho, se echó un mantón sobre los hombros, y pasó á la cocina.

Pero lo que causaba a Cristeta verdadera delicia era la convicción de que don Juan se apenaba cada vez que la veía salir a escena ligera de ropa.

Tan corto nos quedaba ya el hilo, que me parecía tener atados mis dos pies a una soga... ¡Y la Fatalidad tiraba de la soga para atrás!... Ya no veía sino un mar de luz... Y oía la luz... Y sentía mi cabeza llena de una luz que pesaba como plomo derretido...

Paula veía en su casa la miseria todos los días; o faltaba pan para cenar o para comer; el padre gastaba en la taberna y en el juego lo que ganaba en la mina. La niña fue aprendiendo lo que valía el dinero, por la gran pena con que los suyos lo lloraban ausente.

Hubo un momento de silencio, y después prosiguió: Quédate . Estaban en el gabinete de la dama. Ella se despojaba de sus joyas frente al espejo de su tocador, alumbrado por dos bujías de color de rosa. El marido la veía retratada por el cristal de fondo misterioso y de sombras movedizas.

Lo extraño era que nada de esto se le había ocurrido antes. La ceguera de la felicidad jamás le había dejado pensar que no era él el primero que pasaba por sus brazos, que aquellas palabras que le mecían como dulce música podían haber sido oídas por otros y otros antes que él... ¿Cuánto tiempo iban por las calles de Valencia?... Le temblaban las piernas, estaba desfallecido, apenas veía.