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El antiguo solar en que se alojaron, y que junto con trescientas fanegas de tierra, en el Valle-Amblés, heredó el hidalgo de su mujer doña Brianda del Aguila, estaba situado sobre una plazuela, a pocos pasos de la Puerta de la Mala Ventura. Cuadrado torreón de sillería se levantaba en el ángulo sudeste, recortando sobre el cielo su imponente corona de matacanes y morunas almenas.

Cuando la niña se hubo puesto de pie, Ramiro se adelantó tendiendo los brazos; pero ella le contuvo con grave reverencia. Una emoción profunda, indecible, estremeció el pecho del niño. El enano le puso la mano sobre el hombro y salieron. La heredad de Íñigo de la Hoz, en el Valle-Amblés, estaba situada casi al pie de la sierra, como un cuarto de legua al poniente de Sonsoles.

El niño oteaba los corrales y los patios, el interior de los conventos, el caparacho de las iglesias. A corta distancia, en el sitio más eminente, la catedral levantaba su torreón de fortaleza, almenado y pardusco. Desde la otra ventana se disfrutaba de una vista grandiosa: el Valle-Amblés, toda la nava, toda la dehesa, el río, las montañas. Fuera de los sotos ribereños, la vegetación era escasa.

Después de residir en Avila más de nueve años, la única persona con quien don Íñigo osó estrechar amistad fue el caballero don Alonso Blázquez Serrano. Como sus heredades en el Valle-Amblés estaban contiguas y sus mujeres habían pertenecido a la misma familia de los Aguilas, no tardaron en conocerse. No había en la nobleza comunal abolengo más preclaro que el de los Blázquez.