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El grupo de valentones se volvía á Blefuscú, anunciando su partida en la primera máquina voladora que saliese al amanecer para su país. Los que se quedaban no podían ocultar su satisfacción al verse libres de unos matones que tanto abusaban de ellos. Gillespie consideró este viaje repentino, preparado con ostentación, como una certeza de que el golpe contra él sería aquella misma noche.

Enterados los valentones de lo que pasaba, salieron armados á defenderse, trabándose entonces una formal batalla en la cual Gonzalo Xeniz, que hizo varios disparos con un pistolete, logró escaparse, dejando burlados á los que ansiaban cogerlo.

Este buen Alcaide tenía por aquel año bajo su custodia un número considerable de presos acusados del resello de moneda, los cuales eran gente levantisca de suyo, que unída á los valentones, ladrones y demás gentualla, traían de contínuo revuelta la prisión, célebre con grandes escándalos y pendencias.

Que nadie alardease de guapo dentro de su casa, pues antes de hablar ya había echado mano él á una porra que tenía bajo el mostrador, especie de as de bastos, al que le temblaban Pimentó y todos los valentones del contorno... En su casa, nada de reyertas. ¡A matarse, al camino!

Creyó reconocer a don Pedro Valderrábano por las calzas de velludo amarillo y sus pantuflos con pieles. Cuatro valentones custodiaban la silla de don Enrique Dávila, tres de ellos con alabarda y rodela, el otro con hermosa ballesta incrustada de marfil.

Uno de los más temidos valentones que á fines del siglo XVI había en Sevilla, donde tantos se encontraban, era Gonzalo Xeniz, cuya vida aventurera y ladronesca pudiera ser objeto de un libro.

Surgían entre ellos numerosas rivalidades y apuestas, especialmente en esta época, que era cuando aumentaba la concurrencia del establecimiento. Los tres valentones pujaban en brutalidad, ansioso cada uno de alcanzar renombre sobre los otros. Batiste había oído hablar de esta apuesta que hacía ir las gentes á la famosa taberna como en jubileo.

Animado con esta reflexión, cogí la pluma y ya iba a escribir nada menos que un elogio de todo lo que veo a mi alrededor, el cual pensaba rematar con cierto discurso encomiástico acerca de lo adelantado que está el arte de la declamación en el país, para contentar a todo el que se me pusiera por delante, que esto es lo que conviene en estos tiempos tan valentones que corren, pero tropecé con el inconveniente de que los hombres sensatos habían de sospechar que dicho elogio era burla, y esta reflexión era más pesada que la anterior.

¡Canástoles saltó aquí don Alejandro , con los valentones estos!... Yo no me trago a los hombres crudos, ni mucho menos; pero tampoco se me arrugan las narices por echar una cataplera por esas aguas allá.