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Lo que a don Quintín le producía más turbadora impresión era el olor que de ella se desprendía: tal vez fuese perfume barato, pero a él se le antojaba efluvio de diosa.

Pero no estaba bastante lejos para que no llegasen hasta él los aires de un vals, cubriendo por momentos la voz sorda de la marea creciente. El ritmo de aquella turbadora música de baile se imponía a su espíritu enfermo y lo aniquilaba.

Y parece que son siempre los mismos, siendo en realidad siempre otros, en su constante tránsito de lo obscuro a lo obscuro. No se advertía cómo transcurrían las horas. Las botellas se vaciaban. El ruido y el calor aumentaban; la atmósfera se iba poniendo poco a poco más turbadora y excitante.

Era, sin darse cuenta de ello, una mística del amor; quería sentirlo y poseerlo en espíritu, con la suave delicia del arrobamiento; y como aquella belleza que suponía funesta le sujetaba al suelo, maldecía de ella viendo en la expresión turbadora de sus ojos, en la púrpura de sus labios, y hasta en el timbre voluptuoso y penetrante de su voz, otros tantos presagios de irremediables infortunios.

La acristalaban multitud de pequeños vidrios de colores y de una misión arquitectónica puramente estética; mirada desde fuera, era grata a la vista; pero causaba una impresión turbadora y extraña mirada desde dentro.

Con la sonrisa beatífica de los fumadores de opio, aceptaba la caricia turbadora de sus labios, el enroscamiento de sus brazos, que le oprimían como boas de marfil. ¡Ulises! ¡dueño mío!... Los minutos que me separo de ti me pesan como siglos. El, en cambio, había perdido la noción del tiempo. Los días se embrollaban en su memoria, y tenía que pedir ayuda para contar su paso.

Habiendo mostrado éste una muy natural reserva en renovar sus visitas a la joven pareja, el pintor le dirigió reproches y lo mortificó a este respecto de una manera hasta enojosa; de todas las involuntarias torpezas en que incurrir pudo ante los ojos de su mujer nuestro pintor, no fue ésta la que menos dejó de chocarle, porque olvidando que Jacques ignoraba en absoluto el recíproco secreto de ella con Pierrepont, vio en la insistencia de su marido para atraer al marqués al domicilio conyugal una falta de tacto, una inhabilidad peligrosa, y lo que es más, un rasgo de maldad con respecto a ella. ¡Cómo! ¡cuando ella misma agotaba voluntad y valor por expulsar para siempre de su alma el pensamiento de ese hombre, que tanto había amado, era su propio marido quien se lo traía de la mano imponiéndole su presencia turbadora!

El propio subjefe, que se había excedido un poco en la bebida, le dirigió una pregunta algo turbadora: ¿Podría usted decirme de qué color serán los niños? ¡Serán a rayas! observó Polsikov. ¿Cómo a rayas? exclamaron, asombrados, los asistentes.