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Don Máximo se fue a descansar un rato, prometiendo venir pronto. El confesor no quiso dejar la casa porque no encontraba nada bien a su penitente, y se tumbó en un sofá. Ricardo también continuaba allí. A las dos acaeció lo que don Máximo temía. Repitiose el ataque, y por desgracia con tal violencia que faltó poco para que la infeliz señora se quedase en él.

Pues ya son míos dijo para el niño Cututeo, que tal era el nombre de guerra con que el mocito había sido solemnemente bautizado entre la gente de chispa, arranque y traquido. Estas últimas líneas están pidiendo a gritos una explicación. Démosla a vuela pluma. El bautismo de un mozo de tumbo y trueno se hacía delante de una botija de aguardiente, cubierta de cintas y flores.

Y corriendo hacia el insolente alzó la mano y le tumbó de un puñetazo. Pero el otro jayán sacó prontamente la navaja y acudió al socorro de su compañero, el cual, no bien se hubo levantado, echó mano igualmente á la suya.

En un momento tumbó toos los jamelgos, enviando por el aire a los piqueros. Los peones corrían; la plaza era un herraero. El público pedía más cabayos, y Coronel, en los medios, esperaba que se acercase alguien, pa yevárselo por delante. No se verá na como aquéyo, de nobleza y de poer. Bastaba que lo citasen pa que acudiese, entrando con una nobleza y un arranque que gorvía loco al público.

Durante diez minutos el pescador de vigas, los tendones del cuello duros y los pectorales como piedra, hizo lo que jamás volverá a hacer nadie para salir de la canal en una creciente, con una viga a remolque. La guabiroba se estrelló por fin contra las piedras, se tumbó, justamente cuando a Candiyú quedaba la fuerza suficiente y nada más, para sujetar la soga y desplomarse de boca.

¡Bicoca!... ¡Oh!, señor marino, ¿y quién le dice a usted que yo sería tan torpe que moviera ese buque por medio del viento? Usted no me conoce. Si supiera usted que tengo aquí una idea... Pero no quiero explicársela a ustedes, porque no me entenderían». Al llegar a este punto de su charla, D. José María dio tal tumbo que se quedó en cuatro pies. Pero ni por esas cerró el pico.

Era el famoso Quico Bolsón, el héroe del distrito, un roder con treinta años de hazañas, al que miraba la gente joven con terror casi supersticioso, recordando su niñez, cuando las madres decían para hacerles callar: «¡Que viene Bolsón!» A los veinte años tumbó a dos por cuestión de amores; y después al monte con el retaco, a hacer la vida de roder, de caballero andante de la sierra.

Pues no hay más remedió, Manín, tienes que llamar al mélico. Que no, señor cura, que no quiero yerbatos ni cataplasmas. Que , Manín, si no lo llamas lo llamo yo. En fin, después de mucho gravitar, aunque yo tiraba siempre pa atrás, allá vino don Rafael, el mélico de las minas. Me mandó quitar hasta la camisa y me tumbó de espaldas sobre la masera.

Había también un descomunal montón de recortes de paño, alfombras viejas, orillos de lana y pieles de conejos. Aquella era la cama de matrimonio y en ella se tumbó el Guarro, echando las piernas a lo alto como quien se regodea con el descanso bien ganado. La Mona se le quedó mirando embelesada, llenos los ojos de pasión como una bestia enamorada.

En la concavidad del escabón parece aletear un gran pájaro invisible que acordase su vuelo con la voz del viento y el tumbo de las olas. La cortina cenicienta de la lluvia ondula en el claro de luz que recorta la boca de la cueva. Algunas sombras llegan a cobijarse y se agrupan en el umbral, alentando afanosas de la carrera.