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Fundándose en raíces de palabras, cuyos tallos nadie conoce, dicen algunos que el origen de la raza no va más allá de la primera colonia fenicia, y hay quien afirma que lo de Almendrilla viene de un enorme peñón, así llamado, que sobre la cabeza de los moros dejó caer un Tumbaga desde las fragosidades en que D. Pelayo rechazó a los hijos del África.

No es cierto que en tiempos del apocado Mauregato fuese un Tumbaga quien intervino en el famoso tributo de las cien doncellas. No está probado tampoco que cuando Sancho el Bravo se sublevó contra su padre, por creerle chiflado y a manera de espiritista, fuese un Tumbaga quien le alentó en la criminal rebelión.

El escudo de aquellos ínclitos varones es honroso jeroglífico, vivo recuerdo de triunfos, honores, distinciones y victorias. Tres cabezas de moro en campo verde no recuerdan, como algunos pretenden, la salvaje hazaña de haber vencido a tres sectarios de Mahoma, sino la graciosa broma de un Tumbaga que en cierto baile de trajes se presentó vestido de berberisco con dos amigos.

Un gallo, desplegadas las alas y apoyado en sola una pata, recuerda que quien primero puso en su casa veleta de esta clase fue un Tumbaga; y el mote de la cinta que dice Yo solo, no indica que algún Tumbaga hiciese algo que merezca ser tenido por gloriosamente egoísta, sino que uno de tan envidiable estirpe fue quien intervino en las diferencias que separaron a Fernando VII de Pepa la Naranjera.

En los tiempos del prudente y piadosísimo Felipe II, no hubo auto de fe que achicharrara maldecidos y perniciosos herejes a que no asistiera cerca del monarca un Tumbaga. Y mientras Felipe III ocupó el trono, para mayor gloria de nuestro nombre y terror de nuestros enemigos, otro Tumbaga ilustró su apellido sirviendo los amorosos caprichos de Uceda, que era entonces como servir al Rey mismo.

Todos dejaron escrito en la historia de su casa algún rasgo notable de tan azarosa, pero gloriosa vida. Ni Carlos III hubiese podido ajustar el patriótico Pacto de familia, ni las fiestas reales de tiempo de Carlos IV hubieran tenido tanto lustre, a no mediar en las negociaciones y toreos un Tumbaga.

Dicho sea de paso, ninguno se ha propuesto poner en claro cuál fue la cuna de tan ilustres varones; pero si tal hubiese sucedido, nada habría sacado en limpio, pues, llegando la indagación a ciertas épocas, se para como ante muro de piedra o cortadura de monte, sin que se pueda averiguar lo que hay de cierto sobre que el primer Tumbaga fuese uno de los que acompañaron a Túbal en su venida a España.

Reinando Isabel I, un Tumbaga ideó poner cruces en las torres de la Alhambra. Bajo Carlos de Gante, cuando la nobleza castellana se hizo de turbulenta cortesana y de independiente palaciega, trocando hierros y armaduras por rasos y brocados, un Tumbaga fue el primero que se presentó en la corte llevando sobre los guantes de gamuza las armas de su escudo bordadas con sedas de colores.

Felipe IV y la Calderona no tuvieron confidente más fiel que Pedro de Tumbaga; y los bosquecillos del Pardo, las enramadas del Retiro, conservan todavía añosos troncos bajo los cuales el orgulloso magnate esperó, calado por el agua del cielo, a que el autor de La vida por su dama cortase la sabrosa plática que en los camarines de aquellos palacios tenía con la famosa comedianta.

Decían unos que si ellas le miraban con buenos ojos, era por la esperanza de ser algún día dueñas de las riquezas de su padre, y alguien añadía que la brillante perspectiva de ser sobrina de Su Ilustrísima era lo que volvía locas a las beldades de las cercanías, pues Su Ilustrísima, es decir, el Obispo de la diócesis, era hermano del Tumbaga, y, por tanto, tío de Lázaro.