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La sociedad fingía no saberlo, porque no caían de repente en medio de las calles como perros abandonados; pero morían en los hospitales, en sus tugurios, víctimas en apariencia de diversas enfermedades; pero en el fondo, ¡hambre! ¡todo hambre!... ¡Y pensar que en el mundo había reservas de vida para todos! ¡Maldita organización que tales crímenes consentía!...

En los últimos tiempos se arrastraba por los tugurios tocado con un sombrero gris y desvencijado, con la pipa humeante, abatida sobre las barbas canas y enmarañadas, y en los ojos ciegos un gran deslumbramiento de ilusión. Su carrick destrozado era la rota bandera de los días suntuosos y efímeros, e inspiraba la desolación de una grandeza en ruinas.

Muchos, pueblos aun en nuestro país, demuestran con su arquitectura que no hace todavía mucho tiempo había allí guerra permanente, y que á cada momento había que temer ataques de señores ó de bandoleros. No hay casas aisladas en las pendientes indefensas; todos los tugurios, semejantes á carneros espantados por la borrasca, se han reunido en un solo grupo, vasto montón de piedra.

En esas humildes habitaciones, menos repugnantes, es cierto, que los tugurios de los siervos dominados por el castillo del señor feudal, las familias se reúnen raramente alrededor de la misma mesa; unas veces el padre, otras la madre ó los hijos, llamados por la inexorable campana de la fábrica, deben alejarse del hogar y sucederse al servicio de las máquinas, que trabajan sin tregua ni descanso, lo mismo que la corriente del arroyo que las pone en movimiento.

Era la casa de peones, el miserable albergue de las montañas mineras, donde se amontonan los jornaleros. Aresti estaba habituado á visitar aquellos tugurios que olían á rancho agrio, á humo y á «perro mojado». En la entrada de la casa estaba el fogón con algo de loza vieja alineada en dos estantes.

Las señoras, amenazando con no comprar en los establecimientos cuyos dueños votasen al candidato liberal; el dinero, entrando en los barrios populares como un veneno que enloquecía á la gente y la hacía terminar sus disputas á palos y tiros; las damas ricas, deslizándose en los tugurios de los miserables, arrogantes como amazonas, con el bolso abierto y el paquete de papeletas electorales.

Era la imagen de la mujer del pueblo criada en los tugurios de los barrios obreros, en las grandes metrópolis: anémica por el aire mefítico del cubil donde nació, por la alimentación mala y deficiente; con el cuerpo escuálido, paralizadas en su desarrollo los gracias femeniles por el rudo trabajo realizado en plena niñez.

Los obreros de las ciudades no iban á misa, ni se confesaban; vivían separados del cura, despreciándolo. ¿Por qué, pues, habían de temerle? Los jesuítas y los frailes sólo visitaban las casas de los ricos y no podían esperar los pobres que se introdujeran en sus miserables tugurios. ¿Por qué, pues, odiarlos?

Eran semejantes á las rameras de los grandes puertos que esperan á la puerta de sus tugurios. ¿Cómo las dejaban vivir allí?... Sin embargo, los hombres se inclinaban ante ellas como esclavos ó las perseguían suplicantes.

Severiana estimó en lo que valían las bondades de la dama para con la pequeña; hízola entrar en su casa, y le ofreció una silla de las que llaman de Viena, mueble que en aquellos tugurios pareciole a Jacinta el colmo de la opulencia. «¿Y mi ama doña Guillermina? preguntó Severiana . Ya que viene ahora todos los días. ¿Usted no me conoce?